El cambio que nos urge

Oswaldo Ríos Medrano

La generación de una cultura política no democrática en México, tiene que ver intrínsecamente con el régimen autoritario que durante más de 70 años se ensayó como fórmula de control político y cooptación social, con los 12 años de gobiernos de alternancia que no terminaron por desmontar ese sistema y con los últimos 6 del peñato, que la restituyó a un nivel tan agresivo como nunca antes.

Esa cosmovisión, no solo prohijó los liderazgos más perniciosos y las prácticas más antidemocráticas, sino que por otra parte, atrofió las capacidades ciudadanas de participación política autónoma, subvirtió el paradigma de crítica social y pervirtió la auténtica demanda autogestiva de programas gubernamentales, servicios públicos y apoyos sociales. Particular y lamentablemente, de los grupos sociales más vulnerables, a través de la generación de un intermediarismo partidista-electoral, que monopolizó la capacidad de transformar las necesidades sociales en demandas, las demandas en temas de la agenda política y la agenda política en plataforma electoral futura.

Desde esta perspectiva, para el sistema político mexicano, los ciudadanos no eran percibidos como tales (titulares de inalienables derechos y obligaciones políticas), sino, en el mejor de los casos, como base electoral manipulable; de esa forma, no solo se posibilitó el fraude electoral, sino que, al mismo tiempo, se impidió que los ciudadanos se educaran en la democracia.

La alternancia tampoco modificó el sedimento de esa cultura política. Muchos de quienes suponían que la alternancia democrática por sí misma traería “el cambio”, olvidaron algo fundamental: el pueblo de México está formado por mexicanos.

En el 2000, sucedió el cambio de partido en el poder, nada menos, pero tampoco nada más. La inmensa mayoría de los mexicanos nacidos en este país hasta esa fecha (y muchos más después de la misma) ha respirado por décadas el smog autoritario, no debe extrañarnos que muchos no sepamos respirar el oxígeno de la democracia, y por tanto, tengamos que generar una suerte de nuevas capacidades, aptitudes, conductas y valores, acordes a este nuevo tiempo mexicano en el que ya es cada vez más difícil echarle a otro la responsabilidad de nuestro propio fracaso. En este vivir, llegó la hora de aprender a convivir, después de haber logrado con honores el sobrevivir.

Resulta ya un lugar común preguntar en qué consistirá que nuestro país a pesar de contar con extraordinarias riquezas naturales no haya logrado el grado de desarrollo de otros países más pequeños y con menores ventajas, muchas de las respuestas convergen en que hemos tenido muy malos gobiernos e infestados de corrupción, y claro que es cierto, pero no es lo único. También hemos sido ciudadanos deficitarios. En descargo, debe aceptarse que es difícil que la ciudadanía por sí misma logre despertar una conciencia social y tener pleno conocimiento de sus derechos y obligaciones, sin una política de Estado que propicie la cultura democrática y el desarrollo político.

Pero por una u otra razón, la verdad es que nuestra sociedad apenas ha comenzado el incipiente camino de la formación democrática. Ahora el reto es que, para superar la limitante de las lamentaciones, los ciudadanos adquieran insumos y cuenten con instrumentos institucionales que les permitan acrecentar su background democrático.

Desde los años 80`s, una corriente importante de pensamiento (Coleman y Putnam, entre los más importantes) elaboró un marco conceptual y de análisis que bajo el denominador genérico de Teoría del Capital Social afirmó que este consiste en la interacción social que se establece en una comunidad y que tiene que ver con las características de organización, tales como la confianza, las normas y redes, que pueden mejorar la eficiencia de la sociedad mediante la facilitación de las acciones coordinadas, e incluso mejorar el desempeño institucional y el desarrollo económico.

Los programas y acciones gubernamentales estarán en mejores condiciones de alcanzar el cumplimiento de sus objetivos formales y resolver las diversas problemáticas para los que fueron creados, solo si son capaces de eliminar las variables políticas que les implican desperdiciar recursos (necesarios y escasos siempre), atendiendo las demandas de quienes se arrogan el derecho de intermediación a nombre de la gente y que la mayoría de las veces no representan a las personas que dicen, ni sus condiciones de vida, ni sus intereses y lo que es peor, en muchas ocasiones no asignan los recursos de forma honesta y transparente, piden a cambio de ellos contraprestaciones de diversos tipos y aseguran con su entrega el reforzamiento de deleznables mecanismos de control político que coartan la libertad civil, económica y política de sus representados.

La historia reciente nos da ejemplo de la existencia de políticas públicas que han tenido procesos de un horizonte amplio de institucionalización, y que han logrado en ese trayecto, la experiencia, la utilidad y el prestigio suficiente como para ser atesorados y por tanto, protegidos, no solo por entidades gubernamentales sino por la sociedad civil a quien consta su eficacia.

Para afianzar el cambio institucional que ataje la corrupción, es necesaria una nueva cultura de la legalidad, pero no solo debe partirse del hecho de que es fundamental que los ciudadanos conozcan las normas, pues ese hecho, por sí solo, no garantiza la vigencia de la Ley, sino que implica además crear un sistema de retribuciones en el que se premie y se castigue, ya obteniendo un bien lícito o ya perdiéndole, si se le busca sin respetar las normas.

Ello a la larga habrá de generar un nuevo sentido colectivo de confianza, responsabilidades y derechos en el que lo más importante sea la expresión más elemental de la colectividad, es decir, la persona. Si no existe un pleno, amplio y compartido compromiso de divulgación de las normas jurídicas por parte del Estado y por otra parte, otro de los ciudadanos en interesarse por su contenido y cumplimiento, no podremos aspirar a que nuestras leyes se vuelvan reales y consuetudinarios hábitos de conducta; es decir, no lograremos resolver esa grave asignatura pendiente de nuestra transición política: mudar de una cultura política autoritaria de nulo o discrecional acatamiento del Derecho, a una cultura política democrática en la que los ciudadanos no están, ni aspiran a estar, ni toleran a nadie, que esté por encima de la Ley.

De nada servirá un nuevo proceso electoral si después de cambiar todo, no cambia nada.

La luz no llegará con el amanecer si después del voto permanece la misma clase política, las mismas condiciones de discrecionalidad e impunidad, y los mismos ciudadanos apáticos.

Más que esperar cambios, necesitamos cambiar.

Twitter: @OSWALDORIOSM

Mail: oswaldo_rios@yahoo.com

 

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