Retrato de un cacique

Por Oswaldo Ríos Medrano

San Luis Potosí vive, desde el punto de vista democrático, sus horas más bajas.

En la capital del estado, un alcalde de corte autoritario, populista, opaco e intolerante, ejerce un poder casi sin límites, ni respeto por la ley, y como “señor de horca y cuchillo”, ha convertido la zona metropolitana, en el feudo particular de una dinastía hereditaria que, ya sea por la vía de la intimidación, la compra de conciencias o la entrega de dádivas, se ha encumbrado pisoteando la dignidad de la ciudadanía, corrompiendo a actores políticos comprables, calumniando a quien se atreve a disentir, y negando con prepotencia, el ejercicio de las libertades públicas de los potosinos.

En el mismo municipio en el que Salvador Nava Martínez comenzó en la década de los sesentas una lucha inédita por la democracia, la transparencia, la rendición de cuentas y el respeto a la voluntad política de la gente, hoy gobierna un cacique que representa todo lo contrario a la mejor tradición democrática de los potosinos: su nombre es Ricardo Gallardo Juárez.

Luego de haber patentado un modelo de aprovechamiento de los recursos públicos en beneficio de su clan político en Soledad de Graciano Sánchez, “la gallardía” pudo ganar el gobierno de la ciudad aprovechándose del profundo malestar ciudadano dejado por dos ayuntamientos priístas que defraudaron la confianza de los capitalinos: el de Victoria Labastida, por sus célebres escándalos de corrupción; y el de Mario García, por su incapacidad para construir un proyecto de gobierno propio y ahogarse en la ineficacia de sus guerras intestinas. El desencanto era tal, que los potosinos accedieron a que un hombre sin prestigio profesional, sin éxito en los negocios, sin credenciales académicas, y lo más importante, sin vocación democrática, llegara a Palacio Municipal con los funestos resultados que hoy vemos.

A dos años de distancia, ya es posible perfilar qué significa ejercer el poder “con gallardía”. Esencialmente, tratar de romper todo aquello que nos provoca orgullo e identidad como potosinos: destrozar nuestra cantera de las plazas y ponerle ese nombre a un festival que hasta el día de hoy no se explica cómo se realiza; quitarle el nombre a nuestras calles, e imponerle la heráldica de su nepotismo; arrebatarle la diversidad del color a nuestras casas y embadurnarle el amarillo chillante de su colonialismo electoral; dejarle de llamar niños a los hijos de las familias, para denominarlos “pollitos”, es decir, materia prima y reservorio para su negocio redituable; y acallar la libertad de expresión en la opinión pública, amedrentándola  o apropiándose de medios de comunicación para enlodarla.

En el fondo, lo que pretenden es que olvidemos todas las cosas por las que hemos luchado tanto tiempo y todos los valores que nos hacen sentir el orgullo potosino, para que nos resignemos al yugo de un cacicazgo al que solo puede tenerse afinidad por parentesco o sumisión. La gallardía es un procedimiento forzado que quiere convertir en mendicantes a los verdaderos detentadores del poder político, los ciudadanos.

Heredero contemporáneo de los dos grandes caciques que antes sentaron sus reales en este San Luis de la Patria, Ricardo Gallardo es la versión rudimentaria de Gonzalo N. Santos y Carlos Jongitud Barrios. Igual que Santos, se distingue por una irritación incontrolable cuando se le piden explicaciones por el ejercicio de su función pública, lamentablemente, carece de la sagacidad política y el relieve nacional del de Tampamolón. E igual que Jongitud, aspira a construir una domesticada clientela política, con la enorme diferencia que el dirigente sindical la vertebró a partir de la educación y la realización de grandes obras de beneficio social, y no del reparto de despensas.

Las consecuencias de ese despotismo no ilustrado para ejercer el gobierno, cuenta entre sus “hazañas” que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación ha ordenado un procedimiento sancionador derivado de la imposición del apellido a los programas gubernamentales; que la Auditoría Superior de la Federación mantenga bajo observación el uso irregular de casi 500 millones de pesos por parte del gobierno municipal; y que los medios de comunicación nacionales se ocupen de documentar el fenómeno autoritario que se está gestando en el heroico estado de las causas civilistas. Pero lo más importante, tantos abusos están provocando que poco a poco, los líderes empresariales, los actores políticos de la más distinta posición, los periodistas agraviados, las organizaciones sociales y los ciudadanos de a pie comiencen a unirse en torno a un bien mayor: no permitir que un nuevo cacique le arrebate la paz a San Luis Potosí.

De gobernar ni hablamos, el eslogan de campaña de Ricardo Gallardo hoy es el lapidario juicio que pesa sobre sus promesas incumplidas. San Luis no salió del bache, se convirtió en uno.  

El historiador español y teórico del caciquismo José Varela, define a los caciques como “tiranos chicos”. Es decir, mediadores providenciales entre los beneficios públicos y las clases sociales más necesitadas que usan la fuerza gubernamental, la opacidad y la violencia para someter a aquellos que no aceptan ser tratados como menores de edad a cambio de recibir la “caridad pública”. El señalamiento reiterado de la desorbitada bonanza económica del alcalde que tanto le enoja, podría responderse fácilmente publicando sus declaraciones patrimoniales, fiscales y de interés, la famosa 3 de 3. No va a pasar, los cacicazgos no generan anticuerpos para resistir las prácticas democráticas.

El nuestro, es un cacicazgo de tipo urbano-populista que ha construido su red de apoyo a partir del desvío sistemático de los recursos públicos para fines clientelares distintos a los presupuestados; la atomización de la obra pública con fines de promoción personalizada; la corporativización y ocultamiento de los padrones de beneficiarios de las dádivas sociales; y la imposición de cargas extralegales a los sectores productivos.

En este caso, la pirámide de mediaciones en las que el cacique se vuelve un traficante del interés público existe para beneficiar sus intereses privados y en última instancia las de las clientelas políticas a las que religiosamente se les pide la credencial de elector para poder ser consideradas en el reparto de las migajas de la asistencia social.

Para que esa intrincada red de apoyos funcione, es necesario el permanente “aceitamiento” económico de la maquinaria, y sin embargo, curiosamente no existen partidas específicas para la mayor parte de programas asistencialistas, estas se fondean a partir de la supresión de partidas debidamente presupuestadas a las que se les quitan o merman los recursos; la imposición de “descuentos” obligatorios a los trabajadores del ayuntamiento; o la gestión de “donaciones” a cambio de autorizaciones o permisos largamente negados. El modus operandi caciquil funciona sobre la base de ingresar y gastar dinero de forma discrecional y sin los “estorbosos” requisitos que la ley impone a la disposición de recursos públicos y al ingreso de dinero privado.  Esa es la fuerza que sostiene la clientela electoral de la gallardía. No las ideas, no los avances democráticos, no la construcción de instituciones, no la transparencia, no la gobernanza, no las grandes obras, no la tranquilidad social. Es el uso patrimonial del dinero público y nada más.  

En defensa del cacicazgo, no ha hablado, en todos estos años de torva hegemonía, una sola voz que esté precedida de liderazgo moral, o prestigio bien ganado en la comunidad. Lo que ocurre de forma predecible, es que quien se atreve a realizar un cuestionamiento en voz alta sea víctima de represión, intimidación o difamación.

Desde la prepotencia ignorante del poder, no se comprende que el problema no son las críticas, sino la historia. Todos los cacicazgos caen y todos los que ha tenido San Luis Potosí están en el basurero de la desmemoria. La principal característica de los potosinos es la dignidad, bien les valdría no olvidarlo.  

Twitter: @OSWALDORIOSM

Mail: oswaldo_rios@yahoo.com

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