Viajeros: A quienes dejé en el camino

Carlos Rubio

Dan casi las 3 de la tarde, los rayos del sol son dignos de cualquier playa de México y los pies queman al contacto con el concreto, incluso portando zapatos. Por las calles circulan miles de automóviles con personas que intentan llegar a sus hogares o a su trabajo; sólo una luz roja los obliga a disminuir su velocidad y los mantiene inmóviles al menos 4 minutos, hasta que se torna verde y les permite continuar con su camino.

Entre las decenas de autos se abre paso Katherine, una mujer hondureña de 27 años, de tez blanca, aunque su rostro, cuello y brazos han adquirido un tono rojizo por la intensidad del sol. De la mano lleva a su hijo, Alexander, un niño de 5 años que adorna su cabeza con una colorida corona de flores, que encaja perfectamente con la alegría que transmite. A su corta edad, ya casi ha recorrido más de dos mil kilómetros huyendo, junto a su madre, de la pobreza hacia Estados Unidos; a pesar de todo, ríe con la gracia de cualquier infante que juega en las calles de su colonia y regala inocentes sonrisas a cualquiera que haga contacto visual con él.

Van de ventana en ventana pidiendo unas monedas para poder alimentarse. Las piernas de Katherine denotan extremo cansancio, pero su expresión refleja energía e ilusión, aunque su destino sea incierto.

A Alexander lo acompañan dos hermanos: Ana de 11 años y Julio de 3, ambos se encuentran en otro semáforo, esperando obtener dinero, comida o lo que la misericordia de los automovilistas decida. Ana cuida de Julio y obedece a su madre, con la madurez que se ha obligado a obtener por las circunstancias de su vida. Dos familiares más, un tío y un primo, completan parte de la familia que aún continúa el viaje.

Tenosique de Pino Suárez, Tabasco, fue el lugar de su primera desgracia. Alrededor de 5 hombres armados los asaltaron y despojaron del poco dinero y comida que habían obtenido, sin embargo, dicha situación solo se convirtió en la advertencia de lo que vendría después.

A su paso por Chiapas, mientras se transportaban en tren, hombres también migrantes, atacaron a las mujeres que se encontraban ahí, con el fin de abusar sexualmente de ellas. Uno de ellos estaba armado y se dirigió contra Katherine, mujer que ya con sus palabras demuestra fortaleza y sin dudarlo, se defendió, no solo por ella, sino por lo que su viaje y sus hijos representan; no podía caer frente a quienes le han confiado su vida y esperan crecer a su lado. Forcejeó con su agresor, que ante la desesperación, la golpeó a puño cerrado en el pómulo derecho, dejándole una gran inflamación. Afortunadamente tuvo la oportunidad de tomar a sus hijos y correr, con la incertidumbre de recibir un disparo por la espalda y volver efímero su trayecto.

Caminan durante horas, no saben cuánto ya que no cuentan con un reloj y la única unidad de tiempo que ahora conocen se llama “hasta ardan los pies”. Cuando no encuentran tren al cual subir, siguen la vía esperando llegar a una estación; ahí se disponen a subir a uno. En algún momento, la necesidad de comer los obliga a bajar y dirigirse a la ciudad en busca de alimento.

Se han visto forzados a confiar en quienes les ofrecen su ayuda para hacer más corta su caminata. Y así como la bondad mexicana los ha arropado, la delincuencia se ha aprovechado de ellos. También en Chiapas, una persona en una camioneta que transportaba más migrantes, les ofreció llevarlos; la incredulidad y la necesidad de descansar los hizo aceptar. Kilómetros más adelante, en carretera, un par de camionetas los interceptaron y a la vista de todos, descendieron hombres armados. Ante la certeza de lo que pasaría, los pasajeros bajaron intentando escapar. Katherine y sus 5 acompañantes lograron huir; el infortunio atrapó a sus dos hermanos, que permanecen secuestrados en Chiapas o al menos, fue lo último que supo de ellos.

Katherine ha puesto su vida en peligro para intentar salvar a su familia, entre los que se encuentran sus padres, viviendo en pobreza extrema, donde únicamente obtienen dinero porque se dedican a hacer tortillas y lavar ropa, pero eso apenas les alcanza para una o dos pequeñas comidas al día. Los trabajos que ha tenido en Honduras, no han sido suficiente para alimentar a la numerosa familia que depende de ella. Y además, recuerda cómo desde su niñez, ha pasado la misma hambre y sed, que muchos otros de sus paisanos, ahora separados por una distancia que súpera los mil kilómetros, pero si cumple con su cometido, serán más de 3 mil.

Los albergues se han convertido en los hogares momentáneos de esta familia, donde se encuentran con otros más que entienden su situación. Y son el único techo bajo el que han podido cerrar los ojos y reducir los latidos del corazón, que su sentido de alerta ha mantenido al máximo durante el trayecto.

Katherine cuenta parte de su historia con lágrimas a punto de salir y con la voz por quebrar, inundada por la tristeza con la que recuerda a sus hermanos secuestrados de los cuales no sabe nada, el intento de abuso que sufrió y un golpe en la cara; este último se convirtió en un llamado a no darse por vencida, por su familia en Honduras y por Alexander, Ana y Julio, los pequeños seres que ciegamente emprendieron un viaje que no todos logran terminar.

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