35 mil muertos

Por: Oswaldo Ríos. Twitter: @OSWALDORIOSM

El coronavirus ha sido devastador para México. Nuestro país superó los 35 mil decesos por la enfermedad, con lo que se convirtió en el cuarto con más muertes (solo por detrás de Estados Unidos, Reino Unido y Brasil).

En cuanto a contagios, hemos llegado a los 300 mil casos confirmados, lo que coloca a nuestro país dentro del top ten de países con mayor incidencia y con una tendencia muy clara de escalamiento hacia los primeros lugares.

El nivel de daño y dolor que ha provocado la enfermedad solo pueden explicarse con la actuación negligente, irresponsable y politiquera del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, quien desde el inicio de la pandemia diseñó una estrategia cuyo objetivo fue administrar el costo político de la tragedia y no la protección de la salud y la preservación de la vida de los mexicanos.

Ante la reiterada demagogia gubernamental pidiendo que no se “politizara la pandemia”, el devenir de los hechos ha comprobado que fue precisamente el gobierno quien le dio a esta hecatombe un manoseo inmoral y perverso, con la única finalidad de eludir su responsabilidad.

Para efectos demostrativos de esa omisión deliberada: ¿Alguien sabe dónde está el secretario de Salud, el doctor Jorge Alcocer Varela?

Con el argumento de que su experticia en epidemiología le daba al subsecretario Hugo López-Gatell una sobresaliente capacidad para manejar la crisis sanitaria, el manejo de la misma se le descargó al presidente de la república y al secretario de Salud, lo que empoderó de forma inusitada a López-Gatell y al mismo tiempo lo convirtió en la predecible pieza sacrificable al volverlo el blanco fácil de las críticas de la opinión pública, con tal de evitar que las mismas se dirigieran a sus superiores.

Solo para esos efectos ha sido útil el liderazgo de López-Gatell. Quedará para la historia su meteórica y fugaz carrera como celebridad política. Su vertiginosa transformación, primero como funcionario acomedido, luego devenido en celebridad lectora de poesía, para terminar convertido en un déspota demagogo que responsabiliza a las audiencias de no comprender sus incongruencias, ni creer sus mentiras.

En todo ese periplo camaleónico, la constante fue solo una: su monumental fracaso en la conducción de la estrategia para resolver la pandemia, con su inenarrable caudal de sufrimiento y luto.

Quedarán ahí los testimonios periodísticos del manejo cobarde de la contingencia sanitaria y las muchas mentiras y medias verdades dichas por López-Gatell.

La absurda resistencia a aplicar pruebas que en el inicio hubiera permitido un mejor diagnóstico y manejo de la ruta de contagios. El fracaso del “Modelo Centinela” para finalmente aceptar que las muertes por coronavirus son muchas más de las que se registran. La incongruencia de permitir que López Obrador escupiera sobre las medidas sanitarias porque él es “una fuerza moral y no una fuerza de contagio”. La criminal negativa, durante largos meses, a aceptar la utilidad del cubrebocas para evitar contagios, para después admitir (muy tarde) que debe usarse porque en mucho ayuda a inhibirlos. Las mentiras recurrentes del falso “aplastamiento de la curva” y la falacia semanal de “los próximos días estaremos en el pico más alto de la pandemia”. Las constantes contradicciones sobre el número máximo de fallecimientos que podrían tenerse, cuya cifra ha cambiado tantas veces como López-Gatell ha necesitado justificar lo errático de sus pronósticos.

Un memorial de la infamia en el que los costos, siempre, siempre, siempre, los han asumido los ciudadanos y nunca el gobierno.

Una de las pocas cuestiones en las que López-Gatell no ha mentido, fue en su cínica declaración de ayer, domingo 12 de julio: “Porque el riesgo no es para mí, ni para el presidente, ni para el gobierno; el riesgo (de que repunte el COVID) es para todos ustedes”. ¡Por supuesto! La apuesta de su estrategia siempre fue que López Obrador no asumiera ni riesgos ni costos por la pandemia, aún si ello implicaba elevarlos para la sociedad.

Finalmente, en su mensaje de fin de semana, López Obrador dijo que no se puede comparar el número de fallecimientos entre países e incluso que es “odioso” hacerlo. Puede parecer de mala educación cuestionar al experto cuando habla de odio, pero por supuesto que el dato es contrastable por sí mismo: cada vida humana perdida es valiosa por sí misma y en cada una hay que cuestionarse si el gobierno pudo hacer más, mucho más para salvarla.

El 19 de junio, López-Gatell dijo que “grupos sociales adinerados del país” habían importado el virus, pero un estudio de la UNAM que tiene como objetivo la caracterización de las víctimas concluyó que 7 de cada 10 personas fallecidas apenas cursaron la primaria y tenían trabajos no remunerados.

¿Primero los pobres? Sí, pero solo para pagar con su vida los errores del peor gobierno de la historia.

 

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