40 años después

Enrique Rivera Sierra

Yo tenía 10 años, y aunque vivía en esta ciudad los sismos de septiembre me marcaron, como a tantas y tantos. Es un acontecimiento recurrente en mi memoria. Quizá se deba que entre las miles de víctimas estaban 2 familiares cercanos (mi primo José Luis Pineda y mi tía Raquel), quienes fueron parte aguas en mi hogar.

Recuerdo que gracias a la radio, la XEW, –de la cual mi madre era asidua escucha– fue que supimos que en el entonces Distrito Federal había temblado. Nos fuimos a la escuela y en el transcurso de la mañana las monjas en su papel de mentoras nos fueron informando de los acontecimientos: “tembló muy fuerte, hay muchos edificios caídos, casas, muertes, heridos…”.

Al regresar a la casa, a la una de la tarde, mi mamá nos confirmó los terribles acontecimientos. Aún no se sabía nada de los familiares caídos, pero a ella “algo le decía” que no estaban bien las cosas. Le marcó por teléfono hasta la saciedad a su prima Raquel, la línea estaba muerta, la comunicación no se pudo restablecer jamás. Las imágenes televisivas eran contundentes. Recuerdo mucho la fotografía del reloj “Haste” –frente al Hotel Regis– detenido como un grito a las 7:19 de la mañana, el Hotel Regis con su letrero coronando los escombros, el edificio Nuevo León en Tlatelolco partido en dos, los escombros por todos lados, las fotos blanco y negro de periódicos que mi papá llevaba a la casa, todos los días.

El ambiente familiar se entristeció, cuando supimos que José Luis, mi primo, había quedado atrapado en el Hospital Juárez, que la casa de mi tía Raquel había colapsado en La Roma, nada fue igual. Mi mamá y mi papá estaban consternados, por ende nosotros también. Una semana después mi padre y mi hermano mayor, Javier, se fueron al Distrito Federal para enrolarse como brigadistas, de alguna manera aportábamos un pequeño granito de arena a la solidaridad popular que irrumpió el jueves 19 de septiembre de 1985, y que para nosotros fue lección de vida.

Regresaron muy tristes, impresionados por todo lo que atestiguaron, las extenuantes jornadas de búsqueda en las que participaron. En cuanto a nuestros familiares la esperanza de encontrarlos con vida se esfumaba, ya todo se concentraba en encontrarles, como fuera. En esos días nos cambiamos de casa, de vivir en la Colonia Industrial Aviación en octubre pasamos a vivir en la Calzada de Guadalupe, en el Barrio de San Sebastián. Un mes después de la tragedia. Fueron pasando primero los días, meses, años. Un día, el 19 de septiembre de 2017, volvió a temblar, fuerte. Y volvieron los muertos y los escombros.

Y cada año, cada día 19 de septiembre regresan las imágenes, las lágrimas de mi mamá por sus seres queridos, los abrazos entre todos nosotros que pasamos de ser niños a una adolescencia marcada por un trágico temblor. Quiero pensar que de ahí nacieron muchas cosas positivas en mi vida, hasta el día de hoy sigo pensando que nada es para siempre, que en un segundo todo puede terminar, que solo nos queda el cariño y la solidaridad. Y que es nuestro deber solidarizarnos ante cualquier tragedia e injusticia, con quien sea, en donde sea y a la hora que sea. El deber también de educar a nuestros hijos en ese tenor.

Desde aquí va un abrazo para quienes perdieron un ser querido hace 40 años en el entonces Distrito Federal, y nunca olvidar aquella lección que la naturaleza nos dio: somos solamente cuando nos damos a las y los demás.

Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad del autor y no necesariamente representan la postura de Astrolabio.

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