Donde la escuela se levanta con las manos: la historia de Nuevo Amanecer

Texto y fotografías de María Ruiz

En el camino de terracería que lleva a Portezuelos, el polvo cubre todo: los arbustos, las piedras, los triciclos en los que algunos niños y niñas llegan al Preescolar comunitario de Nuevo Amanecer, una pequeña localidad del municipio de Cerro de San Pedro, San Luis Potosí.

El sol cae fuerte. Las láminas del techo reflejan el calor y el aire seco levanta pequeños torbellinos frente a una puerta amarilla donde unas manitas pintadas anuncian que ahí, pese a todo, hay escuela.

Dentro del aula, once niños y niñas de entre tres y cinco años repiten colores, aprenden canciones y dibujan lo que imaginan.

El espacio es reducido. Las bancas, remendadas una y otra vez con clavos y listones de madera, sostienen los cuadernos de quienes aprenden las primeras letras.

En época de lluvias, el agua se filtra por el techo y convierte el suelo en un espejo lodoso. En verano, el calor obliga a suspender los juegos al aire libre.

“Cuando llueve, el agua entra por todos lados”, cuenta Juana, vecina de la comunidad y madre de una alumna. “Y cuando hay sol, es tanto que no los dejamos salir. Pero aquí seguimos. No queremos que se queden sin clases”.

El Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe) mantiene este preescolar como parte de su red de servicios comunitarios: escuelas pequeñas donde los maestros —llamados figuras educativas— trabajan en zonas rurales o marginadas. En Nuevo Amanecer, la escuela no tiene nombre propio; su identidad es colectiva, como su esfuerzo diario.

Enseñar desde la comunidad

Elvia Juárez es la maestra comunitaria a cargo del preescolar. Pertenece al programa Conafe, que no permite a sus docentes solicitar apoyos materiales o económicos, pero sí los compromete a trabajar de la mano con las familias.

Elvia lo asume con serenidad: “Nosotras no pedimos, acompañamos. Lo que se hace, se hace entre todos”. Su voz es suave, pero su tono revela experiencia.

“Lo más importante es que los niños no pierdan la ilusión de venir. Ellos llegan con muchas ganas. Les gusta pintar, cantar, aprender inglés. Tenemos nuestra palabra de la semana y la escribimos en grande, para que se la aprendan jugando”.

Las familias aportan lo que pueden. Una madre trae plastilina, otra repara un banco, otra lee cuentos cada jueves. Así, entre jornadas de trabajo en el campo o en los tiraderos de desechos cercanos, las madres y padres construyen comunidad a la par que sus hijos e hijas aprenden a leer.

“Las cosas que hay aquí las hemos traído poco a poco”, explica María, habitante de la comunidad. “Las llantas del área de juegos, los columpios donados, el jueguito que trajo una vecina. Todo tiene historia”.

Elvia dice que cada objeto dentro del aula —una silla reparada, una pared pintada con manos pequeñas— es también una lección.

“Los niños aprenden que el esfuerzo de sus padres también forma parte de la escuela. Y eso los hace valorar lo que tienen”.

Un amanecer que se construye

El preescolar comunitario de Nuevo Amanecer comparte terreno con la primaria y secundaria del mismo sistema. En total, cerca de 35 estudiantes asisten cada día. No hay bardas altas ni juegos modernos, pero sí un sentido de pertenencia difícil de encontrar en otros espacios.

La educación comunitaria del Conafe parte de un principio: la escuela se adapta a la comunidad, no al revés. Por eso, las decisiones —desde la limpieza hasta la organización de actividades— surgen de asambleas locales o de acuerdos informales entre padres y docentes.

“Cuando algo se descompone, lo arreglamos. Cuando algo falta, buscamos entre nosotros. No hay otra”, dice Juana. “Pero ver a los niños felices, eso compensa todo.”

Elvia observa a sus estudiantes mientras dibujan. El aula vibra con murmullos y risas. Afuera, el sol cae con fuerza, pero adentro hay algo más fuerte todavía: el deseo de aprender.

“Esta escuela se sostiene porque aquí nadie se rinde”, dice. “Aquí se enseña con lo que se tiene. La imaginación también es un recurso”.

Pese al esfuerzo colectivo que sostiene la escuelita de Nuevo Amanecer, las carencias materiales son profundas.

La comunidad cuenta con solo nueve bancas, todas en mal estado, donde se sientan los niños y niñas de preescolar y de los otros grados que comparten el mismo terreno. Los techos de lámina están oxidados y perforados, lo que provoca filtraciones cuando llueve y temperaturas extremas durante el día.

El sol golpea sin tregua a partir de las diez de la mañana lo que obliga a las y los alumnos a permanecer dentro del aula, un espacio de apenas dos por dos metros, con tres ventanas sin vidrio ni herrería, cubiertas con sábanas.

No hay espacios techados, ni materiales deportivos, ni uniformes. Las niñas y niños conviven con plagas de ratas y, en ocasiones, fabrican sus propios balones con desechos para poder jugar.

Tampoco cuentan con colores, libretas ni materiales pedagógicos básicos para reforzar lo aprendido. En el aula del preescolar apenas hay dos pizarrones deteriorados, y la falta de agua potable y garrafones agrava la situación: algunos pequeños presentan problemas de salud relacionados con la exposición constante al calor y la deshidratación.

Frente a este panorama, los habitantes de Nuevo Amanecer han decidido organizarse. Saben que los maestros del programa Conafe no pueden solicitar apoyo directo, por lo que la comunidad ha asumido esa tarea.

Desde hace meses realizan ventas de dulces a lo largo de la carretera a Portezuelos, y recientemente comenzaron una rifa comunitaria para reunir fondos que les permitan comprar material escolar, láminas y mobiliario.

También han solicitado apoyo al Ayuntamiento de Cerro de San Pedro, donde —dicen— hay disposición, aunque la situación escapa en parte a la jurisdicción municipal por tratarse de un programa federal.

Aún así, continúan buscando aliados: aceptan donaciones en especie, desde útiles escolares hasta materiales de construcción, con la esperanza de mejorar las condiciones del plantel y ofrecer a los niños y niñas un espacio digno para aprender, jugar y soñar.

La puerta amarilla sigue abierta. En su superficie, las manitas pintadas por niños y niñas parecen moverse con el viento, recordando que la educación puede ser una forma de resistencia.

En Nuevo Amanecer, donde el futuro se escribe con materiales reciclados y voces de comunidad, la esperanza se enseña cada día.