Automotores, automotores por doquier (atención: artículo interactivo)

Alejandro Hernández J.

Para comenzar este artículo, lo invitamos, amable lector, a ejercitar su imaginación. Cierre los ojos e imagine que se encuentra caminando en algún cruce importante de la ciudad; si lo desea, puede servirse de alguno de los ejemplos siguientes: avenida 20 de Noviembre y avenida de la Paz; avenida Fray Diego de la Magdalena y calle San Ángel; avenida Mariano Jiménez y avenida Salvador Nava; avenida Cordillera de los Alpes y avenida Eugenio Gaza Sada.

Imagine enseguida que desea cruzar alguna de esas vialidades e intente responder a las siguientes preguntas: ¿hay semáforos y cruces peatonales?, ¿qué porcentaje del espacio público está cubierto por las vías en las que pasan autos y motocicletas?, ¿experimenta una sensación de seguridad o de preocupación ante la idea de cruzar a pie?, ¿cuánto tiempo tendría que esperar para que dejen de circular los automotores a su alrededor?, ¿qué tan rápido deben poder responder sus piernas en caso de que un vehículo aparezca imprevistamente y tenga que correr para no ser atropellado?

Ahora le pedimos imaginar que se encuentra sobre la avenida Muñoz, justo al lado de la calle García Diego. Imagine también que desea seguir avanzando a pie sobre la avenida en la que se encuentra, en dirección hacia la avenida Hernán Cortés (donde se encuentran “Las Vías”). Y bien, ¿logró pasar de un extremo a otro de la avenida Muñoz en su cruce con el boulevard del Río Santiago?

Para terminar, un tercer ejercicio: imagine que desea realizar de nuevo los dos cruces anteriores, primero en bicicleta y luego en silla de ruedas.

¿Cuáles fueron sus sensaciones tras estos ejercicios mentales? Nos atrevemos a decir que su pensamiento se llenó de dramatismo y frustración; tal vez también de indignación. En todo caso, al menos se encuentra a salvo: la única forma de realizar estos cruces sin poner en riesgo la integridad física es con la imaginación; en la vida real, es otra historia.

Iván Illich, el gran pensador austríaco radicado en Cuernavaca, Morelos, decía que, cuando las ciudades se construyen en función de los vehículos automotores, los habitantes ya no pueden usar sus piernas para desplazarse. A pesar de ello, los encargados de las obras públicas de prácticamente todos los países industrializados creyeron fervientemente que los automóviles irían más rápido, que nos ahorrarían tiempo y mejorarían la calidad de vida. Tan lejos llegó su obsesión (y la de los conductores) que inclusive el diseño de muchos espacios de esparcimiento —como el parque Tangamanga— se hizo en función de los vehículos.

Sin embargo, las predicciones de los funcionarios fueron erróneas. En primer lugar, los tiempos de desplazamiento fueron alargados: para que los coches puedan circular en las ciudades, se necesitan distancias más largas. Iván Illich demostró también que las personas llegan a dedicar hasta 30 horas por semana a sus automóviles: el tiempo conduciendo, el tiempo en los semáforos, el tiempo invertido en el lavado y el mantenimiento, el tiempo de trabajo que se requiere para pagar la compra de un coche, etc. ¿Eso es ahorrar tiempo?

En lo que a la calidad de vida se refiere, es difícil pensar que los automotores mejoraron algo: los vehículos de combustión son responsables —junto con la industria— de la muerte de 4,2 millones de personas en el mundo debido a enfermedades respiratorias. Falta añadir la cantidad de personas que mueren debido a accidentes automovilísticos; también habría que pensar en el uso de vehículos automotores como una causa importante de sedentarismo y, por lo tanto, de varias enfermedades…

Solo en algo no se equivocaron los cálculos. Es cierto que circulamos más rápido: por ejemplo, por la mañana, para llegar al trabajo, muchos conducen sobre la carretera 57 a unos100 km/h —velocidad imposible de alcanzar con las piernas—; pero esto es solo así porque su trabajo se encuentra, posiblemente, a unos cuarenta kilómetros de casa…

Durante muchas décadas, nuestros impuestos destinados a las obras públicas se han ido en la construcción de un sinnúmero de caminos por donde no pasa el hombre, ¡pero sí los automotores! (En otras palabras, el dinero público ha apoyado indirectamente a la industria automotriz y a los mercados petroleros…). Sin embargo, nos encontramos ante una gran oportunidad para cambiar. Por primera vez en la historia reciente, una crisis sanitaria mundial nos muestra que tomamos el camino equivocado. En todo el mundo, los confinamientos redujeron la circulación de los automotores y, en unas pocas semanas, vimos cielos despejados en ciudades normalmente grises. Muchas personas comenzaron a caminar un poco más y a desplazarse en bicicleta. Miles de especies animales y vegetales también dejaron sus escondites y volvieron a asomarse.

Las autoridades del mundo intentan redimirse, optando por nuevos modelos de movilidad, con ciclovías y caminos peatonales en el centro de sus propuestas. En San Luis Potosí capital hay inclusive un proyecto de ciclovías emergentes y una propuesta para convertir la avenida Carranza en pasaje peatonal. ¡Qué esperanza! Sin embargo, hay que tener cuidado: si las autoridades, los poderes económicos y los ciudadanos no nos tomamos los suficientemente en serio el cambio radical que debemos adoptar, los senderos peatonales podrían no ser más que caminos peligrosos a lado de los cuales siguen pasando miles de autos. (Lamentablemente, la nueva ciclovía temporal en la avenida Fray Diego de la Magdalena parece ser un ejemplo de ello).

Para terminar nuestras reflexiones, lo invitamos, amable lector, a realizar un último ejercicio imaginativo. Cierre los ojos y visualice las siguientes dos situaciones. En la primera, usted puede ir a su trabajo a pie, en silla de ruedas, en patín del diablo, en bicicleta, o alternando estos medios con un servicio eficiente de transporte público. Puede ir de compras caminando y visitar a sus amigos en bicicleta. En los parques como el Tangamanga no hay acceso a vehículos automotores (si tiene que llegar al Museo Laberinto, por ejemplo, y no quiere caminar, existe un cómodo sistema de transporte público de bajo impacto ambiental). Sus hijos pueden ir a la escuela a pie, en bicicleta o en patineta.

Ahora imagine lo que usted seguramente ya conoce: va al trabajo en auto o en un transporte público obscenamente(!) deficiente. No puede cruzar fácilmente las calles a pie o, en algunos casos, ni siquiera se atreve a hacerlo. Desplazarse en silla de ruedas es una tortura. Si intenta circular en bicicleta, actualmente sólo puede hacerlo con seguridad sobre unas cuantas ciclovías que no tienen conexiones entre ellas —Himno Nacional, carretera a Zacatecas, avenida Seminario y Ricardo B. Anaya (¿encuentra usted alguna coherencia en este sistema de ciclovías?)—. Si quiere pasear en bicicleta un domingo en el parque Tangamanga, debe esquivar filas de coches estacionados y en movimiento. Cuando sus hijos van a la escuela, sufren un suplicio en el transporte público, o los lleva usted en coche, para que terminen descendiendo en medio de la larga fila de autos que intentan estacionarse frente a la escuela.

Antes de abrir los ojos, hágase un par de preguntas: ¿en cuál de las dos ciudades prefiere vivir? ¿Le parece normal que sea más fácil desplazarse en auto que a pie, en bicicleta o en silla de ruedas —incluso en los parques—? Sea usted ciudadano, gobernante o miembro de alguna élite empresarial, ¿qué acciones tomará para intentar vivir en su ciudad ideal? Si prefiere las ciudades inundadas de vehículos, entonces puede abrir los ojos y olvidar todas estas reflexiones.

Una cosa es perder el tiempo; otra, el derecho al libre tránsito con las piernas o los brazos.

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