María Ruiz
La necesidad de buscar en colectivo no siempre estuvo clara para Yesenia Carrera; al inicio parecía un horizonte lejano, casi imposible. La desaparición de su hijo la arrojó a un terreno donde las instituciones se diluyen entre la omisión, la corrupción y la injusticia. Un país donde, frente a la ausencia, las familias se organizan porque no queda otra opción.
“Mi nombre es Yesenia Carrera. Busco a mi hijo Carlos Antonio Perales Carrera. Vengo de Chihuahua. Él desapareció un 29 de agosto de 2015 en San Buenaventura”, dijo frente a periodistas, defensoras y otras madres buscadoras en Ciudad de México, en medio de la conmemoración y marcha por el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas es una jornada que se conmemora cada 30 de agosto.
Ese día de 2015, Carlos y seis compañeros habían salido a cobrar por el trabajo de una antena que instalaban para la Fiscalía General de Chihuahua, por medio de la empresa que había sido licitada. Nunca volvieron.
Las primeras noticias llegaron como rumores, alguien llamó a la que era esposa de su hijo para decirle que estaba muerto, que sus pertenencias habían quedado tiradas en el campamento donde trabajaba. Después, el silencio.
“Me hablan y me dicen que mi hijo está desaparecido, que todas sus cosas estaban tiradas en el campamento donde se quedaban para trabajar en esa antena. Yo salí como loca, preguntándome cómo no se me había notificado antes”.
Yesenia cuenta que desde entonces las autoridades se deslizaron entre negativas y trámites. Que en Chihuahua le dijeron que no, que debía denunciar en LeBarón, un asentamiento mormón fundamentalista ubicado al noroeste del estado de Chihuahua, en el municipio de Galeana, porque ahí había ocurrido. Que el contratista ya había reportado la desaparición del grupo, pero a ella no se le notificó nada. Que la carpeta de investigación siempre estuvo en manos de ministerios públicos que la usaban como un trámite más.

“Yo no sabía leerla, yo veía mapas y solo decía,vámonos por aquí, vámonos por allá. Diez años después, fue mi hija quien, al revisar bien los expedientes, encontró las coordenadas que daban a otros lugares, nunca explorados. ¿Y qué dijeron los ministerios públicos ? Que ahora sí, que en dos semanas harían un rastreo. Diez años después”.
La rabia atraviesa sus palabras, la de una madre que investiga por cuenta propia, la de quien sobrevive entre la maquila, las deudas y la búsqueda.
“Al principio yo no veía lo que pasaba en el país. Cuando desaparecieron a los 43 de Ayotzinapa yo decía: pobrecitas madres, no me imagino mi vida sin un hijo. Y luego me tocó a mí. Mi mundo se vino abajo”.
Yesenia es parte de una generación de madres que salieron a las calles en la última década. Cada una desde un punto distinto del mapa, pero con un hecho común: desaparecer no es normal.
Ella, como madre buscadora, participó en el encuentro nacional de mujeres periodistas, defensoras y buscadoras, realizado por Comunicación e Información de la Mujer, A.C. (CIMAC), que reunió voces de San Luis Potosí, Chihuahua, Oaxaca, Jalisco. Periodistas, defensoras de derechos humanos y buscadoras compartieron historias que, aunque nacen en territorios diferentes, se parecen demasiado a la de Yesenia.
“Yo no me podía estar pasando esto. Me enojé con Dios. Le decía: ‘¿Dónde estabas tú en el momento en que mi hijo desaparece? Yo no sabía, empecé sola. Nadie me hacía caso, me sentía prácticamente sola. Si iba a buscar a mi hijo, tenía que faltar al trabajo. Y si faltaba al trabajo, no teníamos qué comer”.
En Chihuahua, en Oaxaca, en San Luis Potosí, las autoridades repiten los mismos gestos, aplazan, simulan, archivan. Las familias, en cambio, repiten la otra tarea: la de buscar, sostenerse unas a otras, seguir con vida mientras esperan noticias.
“Cuando llegué a CEDEHM Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, sentí que no estaba sola… pero también fue muy triste ver que no era yo nada más, que eran demasiados casos”.
“Diez años son muchos”, dice Yesenia. “No sé cómo he sobrevivido. Tal vez por el amor a mi hijo. Porque sé que lo voy a encontrar y que él sabe que lo estoy buscando”.
Diez años de búsqueda han revelado a Yesenia que las autoridades depositan en las familias la carga de investigar, como si fueran ellas quienes tuvieran que descifrar expedientes y mapas.
Fue su hija, no la fiscalía, quien descubrió pistas ignoradas durante años. En medio de esa negligencia, lo único que la sostiene es el amor por su hijo y la certeza de que, pese al tiempo y al abandono institucional, un día logrará encontrarlo.