Colaborador invitado: Otra más… (del alcalde menor, muy menor)

Por Xavier Boelsterly

Hace unos días, un domingo, andando de curioso en el antiguo Palacio Episcopal, hoy convertido en el actual Palacio Municipal, me encontré con muchas sorpresas. Edificio monumental y símbolo del poder económico, político y religioso en la entidad tunera, desde que se inició su construcción y con el paso del tiempo, ha albergado un buen número de actividades.

El primer uso que se le dio y para lo cual se empezó su construcción en 1603, fue el de las Casas Reales, y así hasta 1767, año en el que fue utilizado como cuartel de los realistas por más de 50 años. En él se dio albergue al Cabildo de la Ciudad, la aduana y las atarazanas –mejor conocidas como el arsenal de defensa de la autoridad–, y al fondo del predio se construyó la cárcel, para ensombrecer a los revoltosos. Fue construido de adobe y de un solo piso, y el Rey Felipe II ordenó se edificara “junto al templo, de manera que en tiempo de necesidad se puedan favorecer unas a las otras”. ¡Excelente inicio!

El Ayuntamiento, endeudado, abandonó a su suerte al fatigado edificio, y finalmente, para allanar sus deudas como autoridad, en 1855 lo vendió a un particular, Don Antonio Rodríguez Fernández, quien se comprometió a levantar una nueva edificación, siguiendo los planos y el diseño aprobados por el visitador José de Gálvez. El pobre de Rodríguez construyó el edificio, pero se le acabó su fortuna, y con la pena, el Ayuntamiento promovió un juicio en su contra, y al ganarlo, se lo adjudicó; al momento, la autoridad para hacerse de fondos, convirtió parte del majestuoso edificio en comercios, lo cual hizo que el clamor popular denominara a este palacio La Lonja o El Parián, convirtiéndose así en el primer centro comercial potosino. ¡Vaya historia!

Por fin, descansó de sus penurias y parte de sus espacios regresaron a su fin original. Sin embargo, poco les duró el gusto. ¡O nos duró!

En 1892, el Ilustrísimo Señor Ignacio Montes de Oca y Obregón, cuarto obispo de San Luis Potosí, lo compró al Ayuntamiento para destinarlo a la residencia episcopal, terminándolo de construir, embelleciéndolo y decorándolo de sobre manera con la moda artística de la época y dándole su forma actual. Bueno, casi la actual, porque ahí empiezan las sorpresas.

Durante la revolución mexicana el Palacio Episcopal fue saqueado, perdiéndose un enorme acervo cultural entre libros, obras de arte y muebles, adquiridas por el Obispo. En 1915, el General revolucionario Gabriel Gavíra se lo entregó al Ayuntamiento potosino –que no el de la Capital, craso error llamarlo así-, y desde entonces es la sede del H. Ayuntamiento de San Luis Potosí.

Mucho tiempo después, en el frío invierno potosino y en los albores del año de 1986, otro domingo, el memorable Primero de Enero, el otrora Parián fue testigo de una batalla campal, producto de un robo electoral perpetrado por el PRI-gobierno, ¡pues cuándo no!, y le arrebataron el triunfo de la Alcaldía al Pueblo Potosino, encabezado por Guillermo Pizzuto, y apoyado por Salvador Nava.

Y no sólo eso, la turba enardecida, pagada por el corrupto sistema político dominante con el dinero de nuestros impuestos, tuvo a mal manosear al Palacio Municipal, al testigo fiel de muchas batallas, irrumpiendo en sus entrañas y quemando la puerta de acceso principal, con tal de que no se consumara una etapa más de la democracia potosina. ¡Vaya ejemplo!

Ahora, la antigua Lonja ya no se usa como oficinas del gobierno municipal, pues ya hay una Unidad Administrativa dedicada a intentar ejercer las funciones gubernamentales, y a que los ciudadanos batallemos para exigir nuestros derechos y mínimos servicios públicos, que debe de proporcionar el Ayuntamiento. Algo que hoy se administra mal, muy mal, más bien ¡pésimo!, por un “alcalde” menor, muy menor.

Volviendo al Palacio, con todo y sus sorpresas, él mismo ahora parece un panteón. Una función que nunca antes la había tenido; se la agregamos a su ya larga historia de avatares. Pero yo no debo exagerar, señor “alcalde” menor, muy menor. Disculpe usted. Nuestro Palacio, que no suyo, también ofrece otras funciones y servicios, como las tristes oficinas municipales de Cultura y Turismo, un museo en ciernes –sin chiste ni museografía, a pesar de la magnificencia de la construcción que lo alberga–, el hermosísimo Salón de Cabildos –antigua biblioteca episcopal–, la Sala de los Presidentes, la Sala de Música donde el Ilustrísimo Obispo se deleitaba escuchando alguna orquesta de cámara –hoy convertida en triste Despacho del muy, muy menor “alcalde” –. ¡Qué pena, hoy los potosinos no podemos presumir al Alcalde, como antaño si lo hemos hecho! No con todos, si con varios, desde Juan de Oñate, el Primer Alcalde Mayor. En fin, cosas de la historia. ¡Qué se le va a hacer!

Retomo las sorpresas. Me encontré un elevador que no había, muy escondido por cierto, ¿por qué será? Seguro su construcción en algo arruinó parte del edificio original; pobre Montes de Oca, ¿qué será de ti, insigne y culto constructor y decorador del Palacio? Los baños públicos, cerrados; ¡inconcebible!; pobre de la gente que pasa por ahí, con la inminente necesidad de ir a hacer sus necesidades fisiológicas más elementales. Un museo, del cual ya comenté: lúgubre, apagado, aunque pongan en él a Miguel Ángel y a toda la Capilla Sixtina. Por cierto, el corredor del Palacio pintado de amarillo, ¡a qué caray! Siempre estuvo pintado de verde pistache; bueno, ¡ni los tricolores cuando gobernaron tuvieron la osadía de pintarlo con la bandera nacional! Vaya, vaya, con el mal gusto del “alcalde” menor, muy menor. ¿Qué diría hoy Don Juan de Oñate, el Alcalde Mayor?

Y otra sorpresa más, la postrera que relato, no tan menor como el “alcalde” menor, muy menor, pero no la última que me encontré. Iba de visita turística, enseñando a algunos compatriotas nuestros la grandeza potosina. Era un domingo, como cualquier otro. La guardia de la Policía Preventiva Municipal dejó a medias sus celulares con los cuales se entretenían para matar al tiempo –al fin y al cabo están en un panteón–, y me salió al paso:

  • ¿A dónde va?, me inquirió, que no a mis acompañantes.
  • A enseñar el Palacio a los forasteros.
  • Pues no puede pasar.
  • ¿Por qué?, pregunté yo.
  • Pues sólo puede pasar al patio y al museo, si quiere.
  • De inmediato indagué: ¿está abierto el Salón de Cabildos?
  • No, ni tenemos llave.
  • Ahhh, qué caray. ¿Quién la tiene?
  • En Turismo, a lo mejor…
  • ¿Puede pedirla?
  • Deje ver…

Regresó con las manos vacías, cargando el celular, y me dijo: No la tienen.

Ni tardo un perezoso fui al despacho de Turismo. La pedí, no la tenían; se la pidieron a la guardia, no la tenía; buscaron infructuosamente en los escritorios, en sus cajones, en los armarios, en los marcos. Nada. Intervino la jefa de la guardia turística dominguera, que sólo había sido testigo de los hechos: “es que la llave la guarda la guardia”.

Y entonces dije:

  • Este Palacio es un lugar público, de interés cultural y turístico para propios y extraños; mis amigos vienen de lejos.
  • Si –me dijo la jefa–, pero allí sólo se entra con permiso por escrito, solicitado con anticipación, y además está cerrado, y no hay llave.
  • Y si se produce un incendio, ¿cómo entran a revisar, a apagarlo? –La jefa puso cara de ¿what?

Al momento me vino a la memoria el culto Obispo, que supo poner muy en alto al Palacio Episcopal. Y ante una circunstancia así, sin llaves y frente a un incendio, me lo imaginé preguntándose: ¿cómo le haría la guardia municipal para entrar a la biblioteca, para salvar los lienzos de Érulo Eroli, traídos desde la bella Italia?

Y yo, ya encarrilado, pregunté:

  • ¿Y el despacho del Presidente Municipal? ¿O sea, la Sala de Música?
  • Ésa está reservada sólo para el alcalde (menor, muy menor, digo yo).

Y pensé para mis adentros: este “alcalde”, menor, muy menor, ni creo que sepa disfrutar de ese espacio musical. Ni del Salón de Cabildos. Ni del Palacio Municipal. Ni de la Alcaldía. Sólo disfruta de su mal gobierno. Y de sus contubernios. Y del dinero obtenido. Y de los baches, de los cuales nunca pudo sacar a San Luis Potosí. A pesar de su promesa de campaña firmada.

Pobre del Primer Alcalde Mayor. Pobres de los regulares, buenos y excelentes Alcaldes que lo han sucedido en los últimos más de 400 años. Seguramente nunca pensaron que alguien así de menor, muy menor, los podría suceder. El actual, es un “alcalde” menor, muy menor. ¡Pero ya se le va a acabar!!!

Pobre San Luis de la Patria. Con tanta grandeza a cuestas, y hoy batallando… Ahora, vamos por las sorpresas. Los invito…

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