El político y el científico frente al problema del agua: la crisis que México no quiere ver

Jonathan Quintero García

La narrativa oficial sostiene que México enfrenta “una crisis hídrica sin precedentes”. En San Luis Potosí lo escuchamos a diario: el agua no alcanza, los acuíferos están agotados, las tuberías son viejas, no hay dinero para invertir y, además, el clima se torna más extremo. Pero reducir el problema únicamente a la falta de agua es muy cómodo en el discurso, ya que oculta lo realmente importante: la crisis no es solo hídrica; diversos campos de la ciencia indican que en el fondo es una crisis del Estado y falta de capacidad para gestionar un bien público esencial.

Max Weber, sociólogo y pensador, en su obra clásica “El científico y el político”, señala que el Estado moderno solo puede reclamar legitimidad si ejerce de forma racional, transparente y responsable su monopolio legítimo de la fuerza. En lo que respecta al agua, eso implica que el Estado debe monitorear concesiones, supervisar extracciones, proteger las fuentes de agua, sancionar faltas, proteger ecosistemas y asegurar el derecho humano al agua. Cuando este sistema falla, no solo se genera escasez: crea desorden institucional, violaciones a derechos humanos y ambientales, mercantilización del agua, inequidad y desconfianza social. Y eso es lo que estamos viendo hoy tanto en el valle metropolitano de San Luis Potosí, como en gran parte del país.

La Ley de Aguas Nacionales (LAN) de 1992 que sigue vigente, estableció un modelo altamente concesional que trata el agua más como un recurso económico que como un derecho humano. Este marco normativo permitió durante años el sobreconcesionamiento, acumulando grandes volúmenes de agua en manos de unos pocos, transmisiones opacas de derechos, mercantilización irregular e inmoral del agua y ha hecho prácticamente imposible que comunidades o municipios controlen a los consumidores más grandes. Todo esto bajo un discurso de “modernización” que nunca logró democratizar la gestión.

Este marco legal obsoleto no solo es insuficiente: es insostenible. Lo más preocupante es que la propuesta actual del Ejecutivo federal presentada en 2024 como “nueva Ley General de Aguas” mantiene la misma estructura concesional, reproduce varios de los problemas de la ley vigente y evita cambios significativos en aspectos clave: transparencia, participación ciudadana vinculante, sanciones, vigilancia independiente, límites a la captura institucional y protección de ecosistemas. Objetivamente, sigue siendo una ley que favorece la discrecionalidad del Ejecutivo y, en la práctica, es altamente probable que los problemas estructurales continúen:

  • concesiones irregulares sin relación con la disponibilidad real,
  • mercantilización del agua,
  • mercados informales de agua,
  • laxitud ante grandes fraudes de volumen,
  • falta de auditorías hidrogeológicas independientes,
  • ausencia de mecanismos de gobernanza policéntrica,
  • y nulo control efectivo sobre grandes usuarios industriales y agroindustriales.

En otras palabras, se presenta como “nueva” pero sigue siendo laxa, opaca y profundamente centralista. No recoge ni integra las propuestas ciudadanas que se han acumulado durante más de una década.

Ante esta situación, sectores académicos, comunidades, ciudadanos preocupados y varias organizaciones civiles como las Contralorías Autónomas del Agua —organismos ciudadanos creados en diversas entidades del país para vigilar y auditar el cumplimiento del derecho humano al agua— han señalado que la propuesta del Ejecutivo no asegura una participación efectiva, no construye un robusto sistema de rendición de cuentas y mantiene vacíos que perpetúan la mercantilización y concentración del recurso en pocas manos. Su postura es clara: México necesita una ley que ponga el interés público en el centro, no a los grandes intereses económicos ni a la comodidad política de las administraciones actuales.

Organizaciones como Agua para Todxs, el movimiento nacional más persistente en la defensa del derecho humano al agua, han denunciado lo mismo. Su análisis es contundente: la propuesta del Ejecutivo no desmantela el sistema concesional que ha provocado sobreexplotación, no incorpora mecanismos de gestión comunitaria o indígena, ni establece estructuras de cogobernanza social. En lugar de avanzar hacia un modelo democrático y sostenible, refuerza la lógica tecnocrática de la LAN de 1992 bajo un discurso regulador.

Encuentro Constitutivo de la Contraloría Nacional Autónoma del Agua. San Luis Potosí, S.L.P., 11-13 de octubre de 2024. Fuente: Consejo Hídrico Estatal.

Desde esta perspectiva nacional, lo que sucede en el valle potosino es solo un reflejo local de una crisis estatal más amplia. La sobreexplotación del acuífero 2411 no es solo un problema técnico, sino la consecuencia de un sistema legal y político que permitió concesiones de agua más allá de la recarga, sin verificaciones independientes y sin frenar usos industriales de alto impacto. Proviene de decisiones de planificación urbana que priorizaron negocios inmobiliarios sobre la protección de las zonas de recarga. Es producto de la falta de una ética pública que Weber consideraría esencial para aquellos que ejercen la política como vocación.

Los gobiernos locales y estatales, así como las instancias federales responsables del agua, no han logrado sintetizar las dos éticas de Weber: la ética de la convicción (el agua como derecho humano y bien común) y la ética de la responsabilidad (evaluar las consecuencias ambientales, hidrológicas y sociales de cada decisión). La política hídrica local históricamente se ha movido por inercias, acuerdos discrecionales y cálculos a corto plazo.

Así, la crisis se ha convertido en administrativa, institucional y de conocimiento: no sabemos cuánta agua se extrae realmente, cuánto se pierde por fugas, ni cuántos pozos están funcionando fuera de norma. Lo que sí se sabe es que el 91% de los pozos registrados en el valle potosino son de uso privado y la mayor parte carecen de un monitoreo efectivo, mientras que apenas el 9% sostiene —de manera limitada— el abastecimiento de toda la población metropolitana. A ello se suman una cantidad incierta de pozos clandestinos, que alimentan un mercado irregular del agua y profundizan la opacidad del sistema.

En un Estado debilitado, proliferan los mercados paralelos del agua y se normaliza la privatización informal: pipas a precios elevados y sin control de calidad del agua para colonias populares, pozos irregulares asociados a desarrollos de lujo y actividades de alta extracción, transmisiones de derechos ocultas bajo acuerdos privados, industrias operando con volúmenes imposibles de verificar o utilizando agua con registro de uso agrícola sin pagar por la cantidad extraída, ni rendir cuentas por la contaminación generada. Estos fenómenos, como exclaman los organismos civiles, no suceden porque “faltó agua”, sino porque ha faltado un Estado.

Además, se suma otro problema grave que apenas se discute en el debate público: la omisión sistemática de los gobiernos locales y estatales para abordar las causas estructurales del problema. En lugar de fortalecer las instituciones, frenar la especulación, revisar concesiones o planear con rigor, se recurre a campañas que solo delegan la responsabilidad en la ciudadanía —“cuida el agua”, “cierra la llave”— mientras se toleran excesos industriales o urbanos. Peor aún, surgen propuestas políticamente mediáticas totalmente contraproducentes, como reabrir el parque acuático Tangamanga Splash en medio de la crisis, lo que revela una desconexión profunda entre el discurso y la realidad. Predomina el hermetismo, el unilateralismo en las decisiones y un preocupante aislamiento de la participación ciudadana y académica, que no solo debilita la legitimidad institucional, sino que impide construir soluciones informadas y sostenibles.

Mientras gran parte del sector académico y de las comunidades identifica los problemas y propone soluciones que a menudo no son consideradas por las administraciones, en el ámbito político se evita señalar claramente responsabilidades. De ese modo, la crisis que afecta sobre todo a los sectores vulnerables y trabajadores a veces se convierte en un terreno de oportunismo y disputa partidista: se reparten cisternas, accesorios ahorradores o se intercambian acusaciones entre actores políticos, sin abordar en profundidad las causas estructurales en las que varias de esas mismas gestiones han participado. Esto crea una brecha entre las necesidades reales de la población y las respuestas que se dan desde el poder público.

San Luis Potosí —como todo México— necesita una transformación profunda, no solo acciones de maquillaje. Se requiere una nueva ley de agua que no simule participación, sino que garantice contralorías ciudadanas efectivas (especialmente formadas por los sectores afectados y vulnerables, sin conflictos de interés); que no repita el esquema concesional del pasado, sino que establezca límites reales a los grandes usos y elimine la concentración; que no dependa de la buena voluntad del Ejecutivo, sino que cree instituciones autónomas, científicas, con vigilancia territorial constante; que no criminalice la gestión comunitaria, sino que la reconozca y potencie como parte esencial de la gobernanza. Tal como lo señalaron los científicos y ciudadanos de toda la república que participaron en las Audiencias Públicas del Agua organizadas por la Comisión de Recursos Hidráulicos, Agua Potable y Saneamiento de la Cámara de Diputados para discutir la nueva Ley para el Agua que México necesita del 17 al 21 de noviembre de este año.

Y se necesita algo más: la política del agua debe recuperar lo que Weber llamaba “vocación”. Una vocación entendida como servicio público, como responsabilidad intergeneracional, como ética y como compromiso con el bien común. Sin esa vocación, cualquier reforma legal —vieja o nueva— será solo un decorado en un escenario que lleva décadas deteriorándose.

La verdadera crisis del agua no es solo que el recurso se esté agotando. Es que el modelo de gestión que lo administra está sobrepasado, capturado y deslegitimado. Reconocerlo no es derrotismo: es el primer paso para construir una gobernanza hídrica diferente.

México —y San Luis Potosí— merecen un futuro en el que la gestión del agua no dependa de arreglos políticos ni de los caprichos de las administraciones, sino de instituciones fuertes y verdaderamente democráticas, de una ciudadanía atenta y de saberes científicos y comunitarios que guíen las decisiones. Porque solo así, dejando atrás la simulación y la opacidad, podremos comenzar a transformar la crisis y no solo sobrevivirla.

Referencias Bibliográficas

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Universidad Autónoma Metropolitana. (2021). Propuesta de proyecto de dictamen y articulado: Ley General de Aguas (P. Moctezuma Barragán, Coord.). Programa de Investigación para la Sustentabilidad (PISUS), UAM. https://aguaparatodos.org.mx/final-propuesta-dictamen-lga/

Weber, M. (2004). El político y el científico (J. J. Botella, Trad.; 2.ª ed.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1919).

Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad del autor y no necesariamente representan la postura de Astrolabio.

Es investigador adscrito a El Colegio de San Luis y Presidente del Consejo Hídrico Estatal. Su trabajo se centra en la gestión sostenible del agua, la justicia hídrica y la sostenibilidad metropolitana en México.

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