Octavio César Mendoza
Para mi amigo Miguel Maya.
Yo sé lo que pasa cuando muere una madre: el alma del hijo escapa como una parvada de pájaros en una tarde nublada. Y no importa la hora de su partida: ésta siempre será la más triste y llegará, puntual, a doblar sus campanas fúnebres en la memoria, día tras día. Pasarán los soles y las lunas, y esa palabra, “Mamá”, seguirá adherida entre el paladar y la garganta hasta que descienda al corazón en forma de una oración minúscula, precisa, poderosa.
Hablemos por ello de los paralelismos que nos dan cauce en este transitar de río que es la existencia: sí el padre es el mundo, la madre es el universo, pues habitamos el primero por voluntad del segundo. He ahí que nuestra mayor cercanía con la divinidad, con lo místico, se encuentre justo entre el ombligo y la placenta, que hacen bien los médicos en denominar “fuente”, pues la madre es el agua del origen de lo que nos da esta vida.
Y porque he sentido esa puñalada por la cual sangra el amor de una abundante forma, es que lamento cuando muere la madre de un amigo: porque sé que en ese instante sientes cómo la vida se te sale por los ojos y te quedas muerto en vida por un largo tiempo. Lloras y lloras, por fuera y por dentro, ante el aroma de la comida, ante el final de una película y durante la reproducción de una canción como la de “Amor eterno”.
Entonces quieres que tu madre te siga hablando a través de las palabras que te enseñó a leer y escribir, que te siga despertando a través del canto de los pájaros que han vuelto a su hogar después de la tormenta, y que te siga amando a través de la mirada de tus demás seres amados. Y sí, ahí está ella, dándonos consejos como a niños viejos, recordándonos por qué tenemos que ser buenos. Pero saber que no la puedes abrazar, te sigue y te seguirá doliendo.
“Mamá”, decimos entonces ante su tumba, cuando entramos a su casa vacía, mientras la encontramos en los sueños, y al pensar cuánto amor se nos pudo quedar atrapado adentro. “Mamá”, decimos callada, quietamente, y todo alrededor se estremece ante esas dos sílabas que fundaron nuestro imperio.
Pasa otro eón y un fragmento de silencio. Pasan los trenes por sus vías y rielan los barcos por sus océanos. Sopla el viento del otoño y caen los versos de sus árboles. Llega el frío y nos abraza cuando ya se pierde el último consuelo de volver a abrazarla. Ya no está, ya se fue, se apagó su llama; pero de extraña forma sabemos que ella nos trajo aquí para amar el amor. Todo se trataba de eso, y es por dicha razón que su muerte es el último juego de las escondidas: no nos abandonó, ella nunca quiso hacerlo; más bien nos echó a caminar, sin miedo, hacia nuestra propia desaparición, amando profundamente la vida.
Qué difícil esa, su última enseñanza.
Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad del autor y no necesariamente representan la postura de Astrolabio.
Es poeta, escritor, comentarista y consultor político. Actualmente ocupa la Dirección General de Estudios Estratégicos y Desarrollo Político de la Secretaría General de Gobierno del Estado. Ha llevado la Dirección de Publicaciones y Literatura de la Secult-SLP en dos ocasiones, y fue asesor de Marcelo de los Santos Fraga de 1999 a 2014, en el Ayuntamiento y Gobierno del Estado de SLP, y en Casa de Moneda de México. Ganador de los Premios Nacional de la Juventud en Artes (1995), Manuel José Othón de Poesía (1998) y 20 de Noviembre de Narrativa (2010). Ha publicado los libros de poesía “Loba para principiantes”, “El oscuro linaje del milagro”, “Áreas de esparcimiento”, “Colibrí reversa”, “Materiales de guerra” y “Tu nombre en la hojarasca”.