María Ruiz
A Rosario la lluvia le recuerda dos cosas: la infancia alegre de sus hijas y la muerte. Ese día —24 de junio del 2024— también llovía. Camila y Aislin jugaban en los charcos a la salida del kínder, mojadas, contentas, inocentes.
Su madre aún intentaba cubrirlas con una bolsa de plástico, un escudo frágil contra el agua y, sin saberlo, contra un destino irreversible.
Minutos después, la calle 71 de la colonia Prados se convertiría en cementerio.
Un camión urbano de la ruta 9, con el motor encendido y la indiferencia en marcha, pasó por encima del cuerpo de Camila; tenía cinco años. Su madre, impotente, le gritaba al operador que se detuviera.
Le golpeaba el costado de acero, pero el camión avanzó. “Mamita”, alcanzó a decir Camila, antes de que el cuerpo quedara bajo las llantas.
Ese grito aún vive.
Rosario lo escucha cada noche. Aislin, su otra hija, sobrevivió. Camina, come, habla, pero también carga culpa, miedo, confusión. Y Rosario la acompaña en esa otra batalla, la del trauma.
Han pasado casi doce meses. No hay sentencia, no hay reparación, no hay justicia. Rosario repite como oración: “Yo no quiero dinero. Yo quiero que se hagan responsables”.
El perdón como principio de abandono
Días después del accidente, Rosario y su esposo, con el rostro aún mojado de llanto y el cuerpo entumido de dolor, decidieron perdonar al chofer del camión. No firmaron nada.
Fue un acto humano, desde el corazón, dice ella. No por negligencia legal, sino porque conocían al hombre, porque sabían —o creían— que él también sufriría, que él también cargaría algo similar al peso de una cruz.
“Le dijimos: ‘Vas a salir. Aprovecha esto. Sé buena persona’”, cuenta Rosario.
La empresa para la que trabaja el conductor, sin embargo, no reaccionó con la misma humanidad, no hubo reparación del daño. Rosario asegura que jamás ofrecieron apoyo, indemnización, ni siquiera una disculpa. Solo silencio. Un silencio opaco, de esos que caen como losas.
“La empresa no se quiere hacer responsable”, repite. Con cada palabra, el tono se quiebra, pero no se rompe. Rosario no se ha roto.
La injusticia no es abstracta: es un trámite
Rosario ha recorrido la Fiscalía General del Estado (FGE) más veces de las que quisiera contar. Ha tenido que insistir, presionar, gritar en silencio para que le aceptaran un peritaje particular —uno que le cuesta 15 mil pesos— porque el oficial, dice, omitió detalles cruciales.
El video desde el interior del camión, por ejemplo, nunca fue presentado.
“Dicen que es irrelevante”, le comentó una abogada. “Es irrelevante porque no es su hija”, pensó Rosario, en voz alta.
En enero les fue entregado un dictamen oficial. En él se afirmaba que la menor cruzó con un adulto “por una zona indebida”. Rosario lo leyó con el cuerpo apretado de indignación.
¿Dónde están esas zonas “debidas” cuando no hay cruces peatonales visibles? ¿Cuando los semáforos no funcionan? ¿Cuando una madre solo intenta regresar a casa con sus hijas?
“Nos juzgaron por un video externo, pero el otro, el del interior del camión, podría decir otra historia. La real. Pero no lo muestran”.
Camila ya no está. Su cuerpo fue sepultado al día siguiente del accidente. Rosario no quiso prolongar el adiós, pero su presencia persiste: en los juguetes guardados, en el uniforme escolar doblado, en la silla vacía durante la comida.
También en la mirada de Aislin, que ahora asiste a terapia con una tanatóloga. Las sesiones cuestan; también cuestan los medicamentos que Rosario necesita para dormir. La paz no ha llegado, la justicia, menos.
Al chofer lo han visto manejar de nuevo. Mismo camión, misma ruta.
“Yo lo veo y no sé si lo que siento es miedo, coraje, impotencia o tristeza”, dice Rosario.
La esposa del conductor —quien iba a bordo del camión ese día y descendió corriendo tras el accidente— también sigue cerca.
“Por cosas del destino, somos casi vecinos”.
Justicia es una palabra que también se llora
Rosario no quiere venganza, no exige cárcel, no grita odio. Pide simplemente que la empresa responda. Que se reconozca que un error, una imprudencia, un momento de descuido, que le costaron la vida a su hija.
Que no se entierre el caso como se entierra a los muertos pobres: con prisa, sin nombre, sin duelo público.
A menos de dos semanas del primer aniversario luctuoso, Rosario espera. Insiste. Exige. No por dinero, no por espectáculo, sino porque la memoria de Camila no puede borrarse como un video en un disco duro.
“Quiero justicia por la vida de mi nena”, dice, “porque ella estaba sanita”.
A veces, mientras vuelve a pasar por la calle 71, esa misma donde todo ocurrió, Rosario siente que la niña sigue ahí, jugando en el agua, corriendo con su hermana a punto de llegar a casa.
Solo que esta vez el camión sí se detiene.