Sistema Electoral… de 169 años

Los reporterillos de Astrolabio Diario Digital echamos un vistazo al pasado y en esta sección le presentamos uno de nuestros hallazgos:

A dos meses del inicio formal del Proceso Electoral 2017-2018, a unos días de las definiciones de candidatos y prácticamente con las campañas en puerta, la reflexión que El Universal del 3 de diciembre de 1848, hace 169 años, resultan más actuales que nunca. Sí, en aquella portada de aquel diario se contaba la misma historia que hoy está vigente prácticamente letra por letra… Se presenta la imagen de aquella portada, aunque ilegible. Por ello se incluye la dirección corta para que se pueda consultar en línea y más abajo se puede leer la transcripción completa (los subrayados son nuestros).

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SISTEMA ELECTORAL

Si no lo viéramos tan frecuentemente, nos parecería imposible que se complazcan algunos hombres en inspirar o sostener ideas enteramente opuestas entre sí y enemigas de la verdad; porque los esfuerzos del ingenio más fecundo, se agotan cuanto pretenden sostener el error. Por el contrario, la pluma se desliza suavemente al escribir en defensa de aquella; todo entonces es natural y sencillo; fluyen sin dificultad las palabras, se expresan con exactitud y claridad los conceptos; y como posee en sí misma tanta belleza y atractivo, basta un talento mediano para conquistarle tranquila y dulcemente los corazones que no estén cautivados por la fuerza irresistible del interés. Esta es la causa sin duda porque sobre el derecho público encontramos tan pocos escritos que nos interesen vivamente, y que sean comprensibles a todas las inteligencias; porque si es cierto que aquella ciencia exige conocimientos y capacidad no del todo vulgares, también lo es que para comprenderla no se necesitan tan elevados, que estén circunscritos a sólo aquellos espíritus privilegiados y escasos en las sociedades aun más civilizadas, como nos hemos llegado a persuadir: no; nosotros creemos que ese fenómeno depende de la falsedad que muchas de las máximas adoptadas hoy encierran, falsedad que logra oscurecer la verdad sin conseguir el convencimiento: cedemos, pues, muchas veces; por cedemos a la fatiga que produce en el entendimiento el tortuoso y áspero camino por donde nos conducen los erróneos principios, pero no quedamos persuadidos.

Por ejemplo; entre las mayores ventajas y conveniencias del sistema representativo, se numera en primer lugar el derecho de elegir las personas que nos han de gobernar; prerrogativa preciosa del ciudadano en los países libres, pero que eso no obstante, es vista entre nosotros con tal indiferencia, con tal desprecio y aun aversión positiva, que si no fuera por las multas y por aquel espíritu de docilidad que distingue y caracteriza a nuestra raza, tiempo ha que serían permanentes las autoridades y funcionarios de elección popular, por falta de sufragios para otras que les relevaran: aun con esos elementos, casi sucede ya que votan los mismos interesados con el corto número que pueden arrastrar la seducción y el apremio, y por eso basta saber el partido que se sobrepuso en una elección, para adivinar los nombres de los electos.

Y ¡cuánto se ha escrito sobre el interés e importancia de que todos los ciudadanos concurran y cooperen a tales actos! Pero como la verdad es, que el pueblo ningunas ventajas ni mejoras perceptibles ha encontrado ni encuentra en el ejercicio de ese su decantado derecho, por más que se le inculque y sostenga que en eso está su ventura y felicidad, aunque se empleen para ello muy fuertes argumentos, palabras escogidas, grandiosos conceptos, no pueden entusiasmarse; calla, cede, obedece tal vez de cuando en cuando, mas sin actividad, empeño, ni aquel interés que inspiran la persuasión y el convencimiento verdaderos.

¿Ni cómo han de producirlos los más bellos y floridos discursos sobre ese punto, si inculcan una falsedad, que pocos pueden expresar con las palabras, pero que todos sienten o al menos perciben con sólo el instinto de la verdad? Volvemos a decirlo; por eso son áridos e insípidos por más que quieran amenizar con las voces encantadoras de la libertad, igualdad, patriotismo, soberanía, etc.: nada de esto basta para disfrazar completamente al error.

Lo es en efecto entre nosotros creer que el pueblo tenga en el derecho de votar la defensa y garantía de sus intereses, que afiance su libertad, que sostenga su soberanía y poder; pues por ingeniosas que sean las formas y combinaciones del sistema electoral, el resultado siempre viene a ser el mismo, esto es, que por falta de conocimiento en los que eligen, y por la escasez de personas aptas y capaces para ser elegidas, se llene el gran número prescrito con una multitud de charlatanes ineptos, que sólo sirven para entorpecer con su ignorancia la marcha política, o para extraviarla en sus maliciosas pretensiones.

Dividida la opinión en dos bandos principales bajo estos o los otros nombres, pero con una misma tendencia, la de nominar cada uno de ellos, el pueblo siempre es esclavo de alguno, y con sus sufragios no hace otra cosa que remachar sus cadenas y asesinarse a sí mismo. El poder de legislar y de gobernar son unos poderes terribles, cuyo peso siempre gravita sobre el pueblo, lo agobia siempre y lo fatiga; y poco importa que ese poder se llame monárquico o republicano, aristocrático o democrático, pues los nombres ni cambian su naturaleza, ni modifican su gravedad: su propensión es la misma, iguales sus efectos, dolorosas siempre sus consecuencias.

El poder legislativo constituido ya bajo la forma electoral que se quiera, ¿qué equilibrio, qué contrapeso tiene entre nosotros que disminuya su fuerza? ¿Será el haber sido formado en las elecciones por el mismo pueblo? ¿El acto pasado consumado ya, a que debió su origen, puede equilibrar su temible fuerza? Una constitución, un conjunto indigesto de leyes anteriores incompletas, transitorias las más de ellas, desfiguradas con una infinidad de reglamentos informes e inconexos, ¿aseguran al pueblo su libertad y sus derechos contra la fuerza legislativa?

Todas esas teorías, brillantes si se quiere, se estrellan contra la experiencia, se desvanecen como sombra a la antorcha de nuestra propia historia, sin que la división de poderes baste tampoco a equilibrar o contrapesar su fuerza.

En efecto, o los poderes legislativo y ejecutivo se adunan y caminan uniformes, o giran, por el contrario, en sentido diverso: si lo primero, la división es nominal, no viene a reducirse sino al poder de legislar apoyado por la fuerza; el pueblo obligado por ésta tiene que sucumbir, aun cuando se ataquen sus intereses más sagrados, o que lanzarse a la revolución, que es el mayor de los males. Pero supongamos a aquellos poderes opuestos el uno al otro, siempre vigilándose mutuamente, acechando sus aberraciones y excesos; ¿qué se sigue de aquí? Síguese que con la lucha uno y otro se debilitan, que se destrozan mutuamente, que se desacreditan, que se relajan los resortes todos de la autoridad, y que el pueblo en el entretanto, o toma parte y se destroza también, o cual nave sin velas ni piloto, queda entregada a todo viento, y al fin es víctima en la tormenta que levanta la anarquía. Pero la división de poderes es una cuestión demasiado vital y difícil, para tratarse por incidencia y ligeramente: volvamos pues a nuestro asunto.

Revestido un congreso con una facultad omnipotente, e imposibilitado de regular su fuerza, como lo hemos manifestado en otros artículos, su acción se ejerce siempre sobre el pueblo, por más que pretendan favorecerlo los miembros mismos de que se compone. La razón es muy clara: las clases de que se forma la sociedad no tienen una verdadera representación que custodie sus intereses, que conozca sus diferentes necesidades, que esté al alcance del origen de sus padecimientos, que distinga los medios prácticos de remediarlos; pues la credencial de senador o diputado, da, constituye solamente la autoridad y poder, pero no infunde aquellos conocimientos que, como ya hemos visto otra vez, no se hayan ni pueden encontrarse reunidos en cada uno de los miembros de los cuerpos deliberantes.- Se ha creído que mandando cada pueblo sus diputados al congreso del Estado, y cada Estado los suyos al congreso general, quedan plenamente representados en una y otra asamblea, pues que esos individuos por su nacimiento, vecindad o bienes en el lugar porque fueron elegidos, se deben suponer instruidos y al alcance de la localidad, climas, producciones, carácter y vicios dominantes en los mismos pueblos; mas cuan vana sea esa esperanza, nos lo revelan los hechos; y para no divagarnos demasiado, fijemos nuestra vista en uno solo. Veintisiete años llevamos de independencia, y aun no se puede formar la estadístico general de la República, ni siquiera la particular de algún Estado; no porque se haya desatendido este elemento preciso, esta base fundamental esencialísima a toda constitución, sino por falta de datos, que muy pocos han cuidado de recoger, y que apenas se han reunido después de largas pesquisas y de exquisitas diligencias. ¿Cuál es pues, supuesto este hecho incontestable, el caudal de conocimientos con que podemos suponer dotados a tantos individuos como se necesitan para llenar el cupo de diputados, senadores y demás funcionarios de esta especie? Ninguno, dígase lo que se quiera, porque el grado de ilustración que tales conocimientos suponen, dista de nosotros todavía lo que un polo de la tierra del otro.

De aquí procede, de esa ignorancia nace necesariamente, que aun cuando los representantes del pueblo estuvieran animados por ardientes deseos de procurar su mejora, no por eso atinarían con los medios de conseguirlo: suelen percibir este o el otro vicio, aquella o la otra dolencia: abogan vehementemente, claman por el remedio; mas ni conocen las causas, y por consiguiente no pueden acertar con los medios, ni encuentran apoyo en aquellos de sus concolegas que a la vez carecen de interés y de conocimiento.

Pero ténganlos o no, el hecho es que al principio del año se presenta el ejecutivo con la memoria o lista de los gastos indispensables que la administración de justicia, la fuerza armada, el sinnúmero de empleados civiles, la enseñanza pública y otros muchos ramos exigen imperiosamente para la conservación de la sociedad. Hasta aquí pudieran las clases de que ésta se compone, haber pasado sin representación: hasta aquí podrían confundirse las distintas facultades del legislador que manda, y del representante que solicita y aboga; mas desde este momento el legislador es un soberano absoluto, que para arreglar sus gastos, que para satisfacer sus deseos, para obsequiar sus miras y complacer sus caprichos, consulta sólo consigo mismo, sin oír ni atender la voz de su pueblo; proyecta, conferencia tal vez con algunos de sus allegados, y resuelve definitivamente según su soberana voluntad; y la sangre de sus pueblos es su bebida, y el pan de los ciudadanos su comida y su alimento. – ¿Quién representa aquí al pueblo? ¿Quién equilibra ese poder inmenso?… Nadie; y el pueblo es víctima, y el pueblo y la sociedad entera doblan la cerviz bajo el potente brazo de sus representantes mismos.

Si percibiéramos bien, si nos fuera dado poner a toda luz y al alcance de todos nuestros conciudadanos, la diferencia, la distancia inmensa que media entre el gobernante y el gobernado, entre el soberano y el súbdito, entre el legislador y los ciudadanos, nos avergonzaríamos tal vez de haber confundido estados tan opuestos. Porque sin entrar en la cuestión espinosa de la soberanía, ¿quién no ve que al dar nuestro sufragio a los diputados no hacemos más que construir con nuestras propias manos el trono ante el que enseguida nos habremos de arrodillar? Esta verdad la perciben los pueblos por sola la experiencia y un instinto natural, que no pueden borrar ni desvanecer todas las doctrinas, todas las teorías y combinaciones de los filósofos y de los publicistas; ¿qué extraño es, pues, que los pueblos se resistan a forjar con sus propias manos las cadenas que los han de aprisionar? ¿No es más natural que procuren, ya que no a mano armada, indirectamente con su omisión, destrozar o impedir la construcción de sus cadenas?

Invíteseles, por el contrario, a darse una representación que defienda sus derechos, que custodie sus intereses, que promueva sus adelantos físicos y morales, que oponga algún dique a los avances del poder formidable de su legislador, que aun cuando haya sido establecido por el mismo pueblo, la realidad es que posee y poseerá sobre él aquel poder; invítesele, decimos, a que por clases, como es justo, tenga unos cuerpos constantes defensores de sus derechos, perpetuos depositarios de las leyes y títulos que las favorezcan; y entonces se le verá correr entusiasmado a prestar sus sufragios, como todos corremos sin más aguijón que el de nuestros intereses a solicitar patronos que nos sostengan y defiendan. Entonces, desembarazado el legislador de las atenciones debidas a las exigencias y necesidades de los pueblos, atenciones que llenarían mejor y más acertadamente los representantes de las clases, llenarían también mejor y más acertadamente su misión legislativa concretada sólo a sancionar los trabajos de aquellos cuerpos, y con su audiencia, a decretar los impuestos. El pueblo entonces tendría una verdadera representación que lo defendiese; y el ejecutivo mismo, aliviado del fatigoso deber de promover la mejora de la sociedad, atendería también con más desembarazo, eficacia y acierto a la exacta ejecución de las leyes y buena administración de todos sus ramos.

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