Por: Antonio González Vázquez.
Fotografía: Julieta Díaz de León Rentería.
Cuando no tienes casa cualquier lugar es bueno para descansar, pero cuando no tienes un hogar no se puede soñar. No hay nada como regresar a casa luego de un día calamitoso, sentir el calor del hogar, recibir la sonrisa y el abrazo de la familia, sentir su aliento y el aroma a café. Los sin casa, los desprotegidos, los vulnerables, los de la calle, los sin hogar vagan por las calles y plazas, a muchos los echan de un lado a otro como a los leprosos en la antigüedad. Los ahuyentan porque hieden a sudores atávicos y la piel se les ha escamado de mugre. Nadie los quiere cerca, incluso presumen que están locos, que pueden ser peligrosos, que andan drogados o borrachos, pero en realidad la única diferencia es que no tienen un hogar a donde ir a descansar de sus penas, de esa soledad que los hace andar cabizbajos, como ensimismados y muy tristes. En todas las ciudades hay mendigos, pordioseros, vagabundos o como se les quiera llamar y en el centro histórico de la ciudad también. Unos duermen pegados a las raíces de algún árbol, otros se arriman al quicio de algún portal. Otros buscan las ruinas de casas abandonadas y se refugian en la noche entre las ratas, los animales sin dueño y la basura, otros buscan algún muro que les proteja del viento y se echan sobre cartones o periódicos cerca del mercado. Para los sin hogar prácticamente cualquier lugar es bueno para descansar, no se sabe si con el cielo como techo podrán soñar: sus vidas son ya una pesadilla y tal vez les gustaría poder soñar cosas bonitas. Los jardines de la otrora “Ciudad de los Jardines” puede ser un hostal, tibio cobijo si se quiere. La banca helada de la plaza puede ser una cama con mullidas almohadas, de acogedora fragancia y telas suaves y calientes. Si uno se lo propone puede ser hasta una cama matrimonial aunque duermas con fantasmas. Ahí lo tiene, en el Jardín de Tequis en cualquiera de estas noches gélidas. La gente se fue y él llegó. Se va el día y él llega, se va el bullicio y el huésped se acomoda en su cama para descansar como lo hace usted o como lo hago yo. Si bien le va, los policías de palacio de gobierno o del ayuntamiento tolerarán su presencia y lo dejaran dormir, no feliz, pero si tranquilo. De hecho, es afortunado, tiene cobija para cubrir sus huesos y quizá hasta sus miserias, por lo general, el indigente no tiene otra cosa sino sus manos para protegerse el pecho o el corazón. En la soledad de la noche en el centro del poder publico del estado, duerme cubierta la cabeza como para intentar esconderse de la estulticia de este mundo y del agravio que a diario le impone la gente. Dormir en la plaza no es una bendición ni un prodigio, así como tampoco es una proeza, es sin lugar a dudas, una injusticia propia de una sociedad desigual y producto de un sistema corrupto que da más al que más tiene y quita al que menos tiene.