Carlos Rubio
La conjunción de las palabras tiempo transcurrido podría definirse como el intervalo de tiempo desde un punto hasta otro; desde 1960 hasta 2020; desde la cantera recién colocada en un edificio hasta su decoloración por el sol y la suciedad a la que ha sido expuesta; desde una hoja recién nacida hasta su sequedad y caída al suelo; desde el inicio de una canción hasta el final. Estas dos palabras juntas son un mar de posibilidades para evocar al pasado y unirlo con el presente.
Tiempo transcurrido también lleva por nombre el primer álbum recopilatorio de la banda de rock alternativo Café Tacvba, en el que conjunta todos los éxitos que llevaban hasta el momento de su disco homónimo (1992), el legendario Re (1994) y Avalancha de éxitos (1996). Como un recuerdo, Café Tacvba llevaba al año 2001 un recuento de aquellas canciones que hicieron legendaria a la banda, pero aquello también fue un homenaje o simplemente un agrado por la mezcla de las palabras que utilizó Juan Villoro en 1986 cuando publicó su libro de crónicas titulado: Tiempo transcurrido.
En una ocasión, Joselo Rangel, guitarrista de la banda, mencionaba en su columna publicada en el periódico Excelsior, que si sus compañeros y él no hubieran formado Café Tacvba, Villoro la habría inventado en algún libro. También acepta que el grupo fue muy influenciado por el libro de crónicas de Villoro, antes de su formación.
Tiempo transcurrido también será el nombre de esta nueva sección de Astrolabio cuyo fin se relaciona extensamente con la imagen en compañía de palabras; una crónica, una entrevista o la simplicidad de unas líneas acomodadas para formar una historia. Una comparación entre fotografías del pasado recreadas en la actualidad. Abriendo paso a la posibilidad de que la nostalgia acaricie recuerdos escondidos, pero también de conocer cómo era antes el lugar en el que vivimos, para los que no tenemos más de tres décadas de vida.
Tiempo transcurrido podría ser en sí, una maquina del tiempo.
Estancado
Estaban por dar las 11 de la mañana cuando Pablo salió de su casa. Como todos los días antes de ir a la calle, su mamá, Carmen, le preparó un abultado desayuno: tres huevos estrellados con frijoles de la olla y un poco de leche servida en un vaso navideño de la Coca Cola; no había comida que su hijo disfrutara más que esa, pero este día sentía algo especial con cada bocado. Pablo acostumbraba devorar sus alimentos con la rapidez de un animal hambriento, un beneficio quizá de su corta edad, 12 años apenas. Al terminar, lavó su plato y sus cubiertos, y corrió silencioso hacia su cuarto mientras su madre ya pensaba en qué preparar para cuando dieran las tres.
La casa de Pablo era pequeña: dos habitaciones de tres por dos metros, un baño y una diminuta sala que compartía espacio con la cocina y el comedor; suficiente para las únicas dos personas que ahí vivían, que, aparte, no eran exigentes. El cuarto de Carmen no era más que una cama con un colchón de más de 20 años, una base y un buró, todo hecho a mano de una madera que en su momento pudo haber sido más clara que el agua, pero para este tiempo ya había oscurecido bastante y desprendía de ella un olor a suciedad y años acumulados. En la pared colgaba un cuadro pequeño con una imagen de la Virgen de Guadalupe, la cual limpiaba todos los días. Sobre su buró, una fotografía de ella y su hijo cuando este cumplió 10 años, luciendo sonriente con su pastel y ella con un semblante serio, como había sido toda su vida. Y eso era todo. La casa había pertenecido a una hermana mayor de Carmen quien falleció hace algún tiempo.
Pablo tenía un cajón secreto no tan secreto en el que guardaba todas las cosas que no quería que viera su madre. Y era secreto no tan secreto, porque en el cuarto de Pablo sólo había cuatro cajones y todos los revisaba su madre cada que su hijo se iba, buscando algún indicio de que fumara o fuera alcohólico. Desafortunadamente para ella, Pablo sabía que revisaba los cajones, entonces el cajón secreto no tan secreto, no era para nada secreto, por lo que ahí solo había dulces, un libro robado de una biblioteca y piedras, las piedras más bellas del mundo, piedras con formas extrañas y curiosas, piedras talladas finamente para ser suaves, piedras que no eran piedras sino almohadas. Y en las últimas semanas Pablo también guardaba dinero, pero este lo metía en un par de calcetines viejos que nunca usaba y estos sí que eran los calcetines secretos.
Juntaba dinero porque al día siguiente, el 3 de enero, sería el cumpleaños de su madre y quería regalarle un suéter que curioseando vio en la tienda Wings de la Plaza de Armas y le había agradado, pero que ella no podía darse el lujo de comprar porque apenas sobrevivían a la vida diaria, además era un simple suéter, pensó. A veces les gustaba ir juntos a esa tienda y ver todo lo que había, aunque su deseo de comprar una prenda se disolvía cuando acordaban de sus bolsillos vacíos.
Pablo trabajó todos los días como bolero durante unos tres meses y juntó unos 35 pesos (por su puesto no todo lo ahorró, de repente se compraba un gansito y una Coca Cola). Con eso alcanzaba perfectamente a comprar el suéter y le sobraba para una playera nueva. Tomó el dinero de sus calcetines y fue a despedirse de doña Carmen (así le decía a veces). Siempre era un simple adiós, pero esta vez Pablo sintió un impulso que lo obligó a abrazarla y darle un beso en la mejilla. La miró con un gesto melancólico como si no la hubiera visto en años.
Cerró la puerta y se dirigió a la plaza, que estaba a unas cinco cuadras de la casa. En el camino recogió tres piedras que llamaron su atención; les sacudió un poco el polvo y las guardo en la bolsa de su pantalón. Llegado a la plaza admiró los carros estacionados sobre la calle. Algún día tendré uno, pensó. El brillo que desprendía el color plata de los detalles en los autos era lo que más le gustaba, sentía cómo los rayos del sol se reflejaban en los faros y chocaban contra sus pupilas como si tomara una fotografía en su mente.
Un rato de ocio después, Pablo entró a la tienda, no sin antes saludar a su amigo Jacinto, del club de ajedrez que se encontraba en el mismo lugar, pero ocupando un espacio en la planta alta. Hurgó entre los estantes y la ropa colgada de los ganchos. No encontraba el suéter. Ese suéter que parecía tejido a mano con un estambre color azul claro, tan claro como el cielo de ese día. Ese suéter que su madre vio con anhelo y abandonó al cabo de unos segundos en sus manos. No estaba el suéter. Ese maldito suéter por el que engrasó zapatos durante tres meses y manchó la mayor parte de su ropa. Ese pedazo de estambre por el que faltó a la escuela dos semanas y reprobó matemáticas. Preguntó por él en una caja y la encargada le dijo que se había agotado.
Salió de la tienda mentando madres hacia él mismo. En el fondo sabía que era su culpa por tardar más de tres meses en ir a buscarlo de nuevo. Se sentó sobre la banqueta de frente al local junto a un auto estacionado y se puso a rascar la llanta con una de las piedras que había guardado en su pantalón. Minutos después reaccionó y se dio cuenta que no tenía un regalo para su madre.
Cerró los ojos, bajó la cabeza y se puso a pensar. ¿Una blusa, unos zapatos, un pantalón? No serían igual de especiales que el suéter, se dijo a sí mismo. ¿Comida?, ¿una olla nueva?, ¿otra virgen?, ¿le llevo un perro! Maldita sea, ¡no sé!, gritó mentalmente.
Abrió los ojos y ahí estaba, acostado en su cama, preocupado, emoción que al cabo de unos segundos se convirtió en enojo, pero no tardó más de un minuto en volverse tristeza.
Tomó su celular y vio la fecha y la hora. 3 de enero de 2020. 11:00 am. Se levantó y cinco pasos después ya estaba en la cocina. Cogió un sartén, le chorreó aceite encima y dejó caer dos huevos, más por costumbre que por gusto. Se sentó en el viejo comedor y desayunó.
En una vitrina situada al frente, contempló durante más de media hora su reflejo: arrugas y canas. Al cabo de un rato tocaron a la puerta.