Fotografía: Nahúm Delgado.
Texto: Antonio González Vázquez.
Una Tecate, una Victoria, una de Presidente, Una Coca Cola y unos cigarrillos; Una Corona y un café. Era todo lo que necesitaban en vida los muertos a los que les dedicaron este altar. En el mismo mural, pero decorado distinto cada año. Es un altar austero, sencillo, pobre, humilde, raquítico pero pleno de respeto y porque no, de miedo a la muerte. Para recordar lo efímero de la vida, basta ver alrededor nuestro. Bien se sabe que morir es dejar de ver a los que te aman y que los que te quieren te tengan solo en la memoria hasta que en un momento, te dejen en el olvido. Es por eso que se cultiva el hábito de recordar a los que se fueron y en algunos casos, en los gremios de los operadores de camiones, se trata de una tradición infausta, puesto que por lo general, se trata de recordar a quienes murieron en fatales sucesos, en accidentes trágicos en medio de la nada en alguna carretera o en un camino hasta parar en un despeñadero. En las imágenes, algo de eso. Año con año, los boleteros de los autobuses que van a Santa María y Tierra Nueva recuerdan a sus muertos (amigos y choferes que en algún momento tomaron el volante y ya no regresaron) colocando en la banqueta estos singulares altares, donde las personas esperan abordar a su destino. Los camiones son auténticos altares rodantes. Junto al sitio del conductor están santos y santas, imágenes piadosas a las que se encarga el cuidado de la unidad en el camino. Antes, cuando eso era posible, se escribían leyendas en la enorme defensa del autobús: cuídamelo, Virgencita, suplicaban con fervor. Si alguien sabe que la muerte puede llegar en cualquier momento a toda velocidad es el chofer y por eso, recuerdan a los suyos, porque se han ido y dejan un recurso ahí en donde cayeron o donde iniciaban un camino que, nunca sabían si lograrían alcanzar su destino.
