Un viaje al pasado: la vida en la Penitenciaría de San Luis Potosí

"[...] la prisión es el único lugar en el que el poder puede manifestarse de forma desnuda, en sus dimensiones más excesivas y justificarse como poder moral [...]" Michael Foucault, 1992.

Mariana de Pablos

Imponente, grande y majestuosa, la Penitenciaría del estado de San Luis Potosí ha pasado a la historia como un símbolo de orden, progreso y civilización. Desde el discurso público, cada una de las piedras de cantera que se levantaron para separar –durante casi un siglo– la vida exterior de la interior tenía un solo objetivo: reformar y reintegrar a la sociedad a aquellos sujetos indeseables y peligrosos. Sin embargo, la vida dentro del penal era muy distinta a como la pintaban las autoridades de esa época.

La belleza arquitectónica del edificio contrasta con el incesante eco de los martillazos y el olor a mezcla y cemento que guardan las paredes. Las almas que aun deambulan por las antiguas crujías, muertas de frío, muertas de hambre, débiles, agujeradas por los cañonazos de la ejecución, acuchilladas por las disputas; las huelgas de hambre, las quejas por abuso de autoridad, la añoranza y la búsqueda desesperada de la libertad nos cuentan otra historia: una de dolor y desesperación. Una historia de espíritus enjaulados y vidas coartadas.

La Penitenciaría de San Luis Potosí fue, sobre todo, la materialización de un discurso excluyente que en el encierro veía una vía de realización del anhelado proyecto de modernidad y progreso por el que apostaba la élite porfiriana, en el cual la población marginada, en situación de pobreza, criminal o propensa a delinquir, es decir, todo aquel sujeto “indeseable” para la clase dominante, no tenía cabida.

Los suelos que hoy pisamos nos cuentan historias de un pasado muchas veces ajeno. Desde la infraestructura del edificio hasta las practicas internas de relacionarse y de funcionamiento, revelan una realidad desconocida para el resto del mundo exterior. Retratar estas dinámicas es reconstruir un capítulo de la historia que, de otra forma, podría perderse para siempre. Trabajo en el cual, vale la pena señalar, ha contribuido el doctor en Ciencias Sociales y maestro en Historia, Rudy Argenis Leija.

El texto aquí desglosado se realizó a partir de la investigación “La Penitenciaría de San Luis Potosí: 1890-1905”, realizada por el doctor Rudy en 2012 para la obtención del grado de maestro en Historia por parte del Colegio de San Luis, la cual tuvo como objetivo conocer cómo era la vida dentro de la Penitenciaría cuando aun esta se encontraba en proceso de construcción.

Pobreza vs modernidad: crimen y castigo en la época porfiriana

Con la llegada al poder de Porfirio Díaz en 1876, comenzó en México una larga etapa de transformaciones en el ámbito político, económico y social que tenía como propósito situar al país a nivel internacional como una nación prospera y moderna que estuviera a la par, incluso, de sociedades como Europa y Estados Unidos. Este proyecto, sin embargo, tropezó con un elemento no previsto: las condiciones de pobreza, marginación y delincuencia en las que se veía inmersa más de la mitad de la población.

Mientras que en el discurso se hablaba de desarrollo y prosperidad, la realidad es que la desigualdad crecía día con día. La miseria, la pobreza, las condiciones injustas de trabajo no solo representaban un peligro para el proyecto de nación y la imagen de México que se deseaba exportar, sino que además propiciaban que cada vez más individuos optaran por una forma de vida al margen de la ley para conseguir el sustento del día.

“Por lo tanto, consideraban apremiante la necesidad de desaparecer de las calles a los mendigos, pordioseros y vagos, focos potenciales de insalubridad y crimen”.

El Código Penal de 1871 tipificaba la vagancia, la mendicidad, la embriaguez habitual y los tumultos como delitos que atentaban contra el orden público. Juegos como la lotería y las rifas realizadas sin autorización también eran sancionados por considerarse promotoras del desorden. Los “cariños y piropos” a las señoritas que paseaban por la calle era una “forma de demencia, síntoma intolerado y pésimamente visto por considerarlo una desviación sumamente peligrosa”.

De igual forma, la elaboración, distribución y venta de ilegal de sustancias nocivas; la portación y uso de armas prohibidas; y la asociación delictuosa se consideraban delitos que perturbaban el orden social.

En San Luis Potosí los castigos que contemplaba el código de procedimientos iban desde la multa y la reclusión temporal o permanente, hasta la pena de muerte. Sin embargo, a partir del ingreso del pensamiento liberal a las discusiones de los legisladores y criminólogos de la época en torno al tratamiento del delito, la pena corporal, es decir, la prisión, se convirtió en el mecanismo más adecuado, no solo para erradicar la delincuencia, sino también para lograr la corrección, rehabilitación y reinserción a la sociedad del criminal. Este mecanismo de castigo, además, tenía la intención de erradicar la pena capital.

Las autoridades estatales no permanecieron ajenas a estas propuestas y vieron en el encierro una vía idónea para proyectar al mundo esa anhelada imagen de progreso, además de terminar, de una vez por todas, con el problema de la pobreza y la delincuencia, pues de esta forma el criminal se convertiría en un hombre de bien, y por ende las condiciones de vida de la población vulnerable mejorarían.

El proyecto se hace realidad

Para lograr estos objetivos era necesaria, entonces, la reclusión de los criminales, pero no cualquier encierro sino uno que propiciara el arrepentimiento y la voluntad de regeneración del delincuente. Por ello era de vital importancia construir establecimientos penitenciarios apropiados.

Las antiguas Cárceles Reales ubicadas en el Palacio de Gobierno, así́ como las que se encontraban a un costado del ex convento del Carmen, eran espacios reducidos, insalubres e incómodos. No había separaciones entre hombres, mujeres y menores; y ninguno tenía la posibilidad de algún tipo de contacto con el exterior, ya sea a través de patios o áreas al aire libre.

Ante estas carencias, en 1882, el gobierno potosino envió una iniciativa al Congreso del Estado “para llevar a cabo la construcción de un recinto penitenciario que contara con las condiciones necesarias para albergar a los delincuentes y llevar a cabo de forma satisfactoria su castigo, rehabilitación y reincorporación a la sociedad”.

Un año más tarde, el gobernador Díez Gutiérrez aceptó el proyecto. Los planos de construcción corrieron por parte del ingeniero Carlos Suárez Fiallo y el 5 de febrero de 1884 se llevó a cabo la ceremonia de colocación de la primera piedra. Los trabajos de edificación comenzaron inmediatamente y para 1886 ya comenzaba a tomar forma.

Tras un adelanto aproximado del 75 por ciento, el 4 de mayo de 1890 se trasladaron los primeros 353 presos a la nueva Penitenciaría.

“De estos, 200 se ocuparon en la conclusión de los trabajos de construcción, encontrándose repartidos equitativamente entre canteros, albañiles, ladrilleros, herreros, carpinteros, mezcleros, etc. De los 153 restantes, algunos estaban enfermos y otros aún se hallaban sujetos a proceso; de manera que no podían salir a trabajar”.

Así, fueron los mismos presos quienes se dedicaron a la construcción de su nuevo hogar temporal o permanente. Esto bajo uno de los preceptos principales del nuevo sistema penitenciario: el trabajo, pues se pensaba que este prepararía al transgresor para su nueva vida, “una digna y honrada”, al terminar su condena.

Otro de los postulados más importantes de este moderno sistema consideraba la separación de los recluidos en tres secciones: presos varones, menores y mujeres.  Los trabajos realizados durante el periodo de enero a abril de 1896 se enfocaron en su totalidad en terminar la sección femenil. Para entonces, la población que cumplía sentencia dentro del nuevo penal era de 615 individuos.

Asimismo, para 1897 el gasto de obra que corría a manos del gobierno estatal era de 403 mil pesos dividido entre material, mano de obra y manutención de los presos que cumplían sentencia.

El 2 de abril de 1905 se inauguró la sección de menores.

Entre muros y barrotes

La nueva Penitenciaría se ubicó hacia el sureste de la ciudad, en los antes llamados Llanos del Santuario, a un costado de la Calzada de Guadalupe. El concepto por el que se optó fue el del panóptico, el cual consiste en un sistema de encierro radial con una torre de vigilancia en el centro, la cual permite observar a los presos desde cualquier ángulo.

Los planos de construcción del nuevo edificio contemplaban tres áreas generales: el Palacio de Justicia en la parte central y la prisión para menores y mujeres hacia los costados. La siguiente área estaba conformada por el presidio en forma de estrella con ocho largas crujías que contenían alrededor de 700 celdas con capacidad para alojar a cuatro reos cada una. Por último, en la tercera se encontraban los talleres de trabajo.

El perímetro del edificio estaba conformado por extensos muros de un metro de ancho y once de altura, así como un contramuro que se elevaba a siete metros. Entre cada uno de ellos había una distancia de cinco metros que sirvió como camino de ronda para los centinelas.

En su conjunto, escribe Rudy: “los fuertes y altos muros, las sólidas torres de guardia ubicadas en diversos puntos estratégicos; aunados a la rudeza, nulo revestimiento y ornamentación de sus instalaciones, conformaron una compleja estructura arquitectónica que representaba el poder simbólico de la ley”.

Los internos se dividían en cuatro categorías: procesados, sentenciados, menores infractores y mujeres. El departamento de sentenciados estaba conformado por todos aquellos sujetos procedentes de cualquier parte del estado que, tras su proceso judicial, recibieron una pena igual o mayor de dos años. Según la información reunida por el doctor Argenis, este departamento se situaba en la parte central de la prisión y estaba compuesto por “extensas crujías de dos pisos que incluían 608 celdillas, cada una de cuatro metros de longitud por dos y medio de alto y diez metros cuadrados de superficie”.

La sección juvenil hospedó a jóvenes menores de 18 años y se ubicó hacia el costado izquierdo de la prisión. Estaba compuesta por 64 celdillas, una escuela, una enfermería, baños y las oficinas respectivas.

Por su parte, el departamento de mujeres, “albergó a todas aquellas mujeres mayores de 16 años sentenciadas por los delitos de robo, heridas, homicidio, infanticidio, adulterio, ebriedad habitual y robo de infante”. Este espacio estaba a la derecha de la Penitenciaría y se compuso por cuatro crujías de dos pisos que en total sumaban 80 celdillas.

En lo que concierne a la vigilancia de los prisioneros, esta corría a cargo del Tercer Batallón del Ejército del Estado, compuesto por un mayor, un teniente, dos capitanes y un contingente de 100 infantes que se encontraban diseminados a lo largo y ancho del edificio. En esta labor también colaboraba un conserje y los propios presos, pues la dirección interna corría a cargo de un presidente y varios “macheros”, es decir, presos elegidos por las autoridades para vigilar a los demás reclusos.

Entre las responsabilidades del presidente también se encontraban revisar que las celdas estuvieran limpias, comunicar los anuncios emitidos por los mandos superiores y vocear a los otros presos. Mientras que los macheros, como jefes inmediatos de sus compañeros, se encargaban de distribuirles el trabajo en los talleres o de mantenimiento del edificio.

La vida de todos los días

Pese a lo idealista del discurso oficial, según el cual la educación, el trabajo y la reflexión que solo el encierro podría propiciar, serían los pilares de transformación y regeneración del criminal hacia un hombre de bien, la realidad es que la vida en prisión no era nada sencilla.

Lo sucedido intramuros ya solo lo conocen las piedras, que con su silencio sepulcral están determinadas a no compartir ni un secreto de lo presenciado durante los últimos siglos. Sin embargo, a través de los diarios de la época y los archivos oficiales, es posible darse una idea de la manera en que, en el hoy recinto cultural, se llevó a cabo la vida desde el encierro.

Las enfermedades y defunciones causadas a raíz de estas fueron un gran problema con el que tuvieron que lidiar las autoridades del recinto. Los padecimientos que provocaron la muerte de algunos reclusos iban desde enfermedades altamente contagiosas y no tratadas correctamente como la viruela y la tifoidea; hasta la tisis, la pulmonía y la tuberculosis, enfermedades respiratorias difíciles de controlar dada la humedad, los cambios bruscos de temperatura y la ausencia de vestimentas adecuadas para soportar el frío.

Otros padecimientos fueron el torzón intestinal, la disentería y la enterocolitis; enfermedades del aparato digestivo que, según el doctor Argenis, pueden deberse a los escasos alimentos que los reclusos recibían diariamente.

En la Penitenciaría los reos eran alimentados tres veces al día: “el desayuno se servía a las siete de la mañana y consistía en una medida de café de medio litro y una telera con peso de setenta gramos. El café se hacía con tres libras para seiscientas y tantas plazas. La comida era servida a las dos de la tarde y consistía en 15 gramos de arroz, 4 libras de frijol y una gorda de 75 a 80 gramos. Un día a la semana se les servía caldo y otro día se les daba caldo y carne en la comida”.

El investigador señala que, pese a que se contemplaba una cena en los informes oficiales, en la práctica no se detalla los alimentos que se servían ni la hora en que esto se realizaba. Así, la reducida cantidad de alimento aunada a la suspensión en más de una ocasión de la ración de carne, fueron motivos de descontento grave por parte de los internos.

Las riñas entre la población recluida y con las autoridades estaban a la orden del día. Altercados provocados por “el juego”, la defensa de pertenencias y del espacio personal; así como por el propio encierro, es decir, la convivencia frecuente con otros en un entorno de aislamiento, fueron algunos de los detonantes principales para comenzar una riña.

Las quejas eran otra de las problemáticas del día a día, la mayoría de estas por parte de los reclusos hacia los mandos de poder, pues denunciaban amenazas como quitarles el trabajo, prohibirles la visita de su familia o remitirlos al fuerte de San Juan de Ulúa a concluir su condena.

Los prisioneros también se quejaban sobre los abusos de autoridad y actos de violencia excesivos, tal es el caso que relata el reo Urbano Avitia en su denuncia presentada ante los magistrados del Supremo Tribunal el 11 de agosto de 1893:

“En agosto del año de 1891, el referido Monreal —machero de la prisión— apaleó a un preso, lo traían en un barril, lo han metido en rastra al calabozo no.39 quien amaneció muerto a causa de esos golpes, mi calabozo era el No.40, el que acompañaba al inculpado era Crescencio Cristano, al hacer la averiguación la autoridad sacaron algunos presos a declarar y estos no lo hicieron por temor tal vez, y entonces el presidente Ignacio dijo que murió de loco y así́ me iba a pasar”. (Testimonio recuperado por el doctor Argenis para su investigación).

Las “medidas correctivas” que hacían uso de la fuerza extrema eran usadas con frecuencia. La pena de muerte continuaba siendo una de ellas.

Uno de los planteamientos más importantes bajo el que se propuso conformar el nuevo sistema penitenciario adoptado en la ciudad San Luis Potosí tenía que ver con la abolición de la pena de muerte como castigo. Sin embargo, en la práctica, este planteamiento sólo se vio parcialmente reflejado, pues la pena de muerte se siguió aplicando cuando las autoridades consideraban que el transgresor la merecía.

El doctor Argenis recupera el primer caso de ejecución de un reo en el interior de este edificio. El 16 de enero de 1890 el medio capitalino El Estandarte informó al público que los preparativos para llevar a cabo la ejecución de Sebastián Lucio continuaban, luego de que el Congreso le negara el indulto por tercera ocasión, debido a la comisión de dos homicidios dentro de la cárcel.

Se trataba de un evento que “impactaba totalmente en las actividades que la demás población realizaba diariamente”. Rudy relata que este castigo se consumaba por lo regular en el patio trasero de la prisión, luego de que se llevara a cabo el protocolo que implicaba confirmarle al reo su sentencia de muerte; enviarlo a la capilla para que orara toda la noche y recibiera, posteriormente, los santos óleos por parte de un sacerdote.

Frente a una realidad tan cruda, incómoda y triste, el deseo de libertad se volvía un sueño cada vez más anhelado. La idea de permanecer durante tanto tiempo tras las rejas de esta prisión creaban en la población delictiva un sentimiento de desesperación, angustia y ansiedad por recuperar su libertad lo más pronto posible, el cual, en algunos casos, se convertía en el detonante necesario para que algunos presos se determinaran por emprender su salida de forma ilegal.

Fueron muchas y variadas las estrategias emprendidas por los reclusos para alcanzar su libertad, “los cuales iban desde quitar las ventanas de las celdas, escalar los muros con ayuda de materiales usados para edificar el penal y aprovechar la distracción de los guardias; hasta beneficiarse de la confianza dada a los presos que mostraban buena conducta: nombramientos y permisos para recobrar su salud en nosocomios externos”.

Si bien la construcción de este recinto penitenciario partía de un discurso que engrandecía las bondades del encierro como un mecanismo moderno y humanitario, que no solo pretendía erradicar la pena de muerte, sino que abría un abanico de posibilidades para aquellos criminales que, al concluir su condena, saldrían del recinto transformados en hombres, mujeres y jóvenes de bien, cuya “predilección” hacia el delito se vería completamente erradicada al haber formado parte de un sistema que engrandecía las virtudes del trabajo y la educación, y las bondades del encierro.

Sin embargo, la vida en la Penitenciaría distaba mucho de este discurso. La dinámica interna de la prisión durante sus primeros quince años de existencia dejaba ver que, en realidad, las carencias, las enfermedades, las injusticias eran el pan de todos los días, y que la única ley que prevalecía era la del más fuerte.

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