Por Oswaldo Ríos Medrano
1985 y 2017 serán tatuajes en el alma mexicana.
Para siempre, septiembre será el mes de la libertad y de la muerte, pero también de la esperanza.
El día 16, el presidente Peña vocifera e impone su presencia en un ritual vacío.
El 19, los mexicanos recuerdan que cuando más lo necesitan, el gobierno no hace falta.
En un momento, el grito es celebración desmesurada; tres días más tarde, es desesperación desgarrada.
Lo innegable, es que el martes 19, México tuvo una cita con su fatalismo irónico.
A las 11 de la mañana, en pleno día de la conmemoración del duelo, debía realizarse un simulacro para recordar que cuando la alerta sísmica resuene en los altavoces, las personas tendrán 30 segundos para desalojar los edificios; dos horas más tarde, a las 13:14 para ser exactos, un sismo tan real como devastador tomará por asalto incluso a las alertas que sonarán hasta 30 segundos después de la primera crepitación de las avenidas.
Usando un simulacro de señuelo, el temblor logró, otra vez, tomarnos por sorpresa.
El dolor que provocó, es inenarrable.
A quienes estaban ahí, el mundo se les vino encima, destruyendo en su caída, la vida de seres queridos y familias, la de los amigos, la de los vecinos, la de las mascotas, la del prójimo sin adjetivos. Demolido queda en un instante, el patrimonio construido durante décadas de sacrificio, es mucho tiempo invertido para adquirir un techo que al derrumbarse, hoy sepulta sus anhelos.
Alud de despojos en caída libre, en unos segundos se aplastan los sueños hasta volverlos polvo.
El resto, leíamos entre incrédulos, aterrados y estupefactos, todos los mensajes que enviaban las víctimas y los sobrevivientes.
En medio de la angustia, aquel verso de Octavio Paz se hacía profético: “ciudad, montón de palabras rotas”. De personas rotas, de casas rotas, de calles rotas, de tranquilidades rotas. No hay indemnes en la flamante Ciudad de México que estrena su nombre con un estrépito.
Pero no solo fue la Capital, la hecatombe también hirió a Morelos, al Estado de México, a Guerrero, a Puebla y a Oaxaca. La tragedia funesta poseyó el don de la ubicuidad y la devastación irrumpió con fiereza en muchos lugares al mismo tiempo. Esta vez, no nos vamos a la chingada, es ella la que nos está llevando.
En el 85, fue con el paso de los días y las semanas que pudo hacerse un control de daños y estimarse el tamaño de las pérdidas. En 2017, la tecnología potenció el horror y la comunicación al alcance de un smartphone, nos permitió ver el instante preciso en que el suelo se partía en dos y rugía, y los edificios se colapsaban cual gigantes con pies de barro. El único vaso comunicante entre los dos momentos, es tener certeza de las profecías del pretérito.
Apocalipsis now.
Pasado, presente y futuro, fundidos en un mismo tiempo: posmodernidad del desastre.
Ser un damnificado es estar ahí y no poder estar para quienes veían; y también es estar ahí y no desear estar para quienes lo sentían.
México asistió a través de las redes sociales al primer terremoto transmitido en vivo, en todas sus dramáticas facetas y a todos los rincones del país. El reallity show de nuestras desgracias.
Pero no todo fue la historia de los vencidos.
Esta vez la solidaridad pudo detonarse de inmediato. Para quienes hemos señalado la arista cruel y banal de las redes sociales, esta vez demostraron su utilidad y su altruismo contundente. Providencialmente, la reacción humana y humanitaria del pueblo mexicano fue simultánea al infortunio.
Si siempre se les ha acusado de ser una generación sin referentes, sin valores y sin identidad, esta vez, un hado inexorable les regaló la oportunidad de contar con una causa. Los millennials usaron sus celulares, pero esta vez no para hacer memes. Sino para hacer patria.
Al unísono y sin llamamiento formal, llegaron a organizar (gestionar, dirían ellos) las tareas de rescate y solidaridad. Llegaron dispuestos a confrontar la existencia de esa realidad que les revelaban los trending topics y encontraron un propósito vital: hay vida después del wifi.
No fueron los únicos héroes convocados.
Entre los millones de mexicanos que donaron víveres, dinero, medicamentos o equipo de salvamento, destacaron los más humildes hijos de la patria. Los que muy poco tienen y sin dudarlo lo entregaban sin pensarlo para ayudar a quienes se quedaron sin nada. Que es como decir que lo regalaron todo.
Es que no todos somos político corrupto, delincuente desalmado o cabrón a secas.
Somos más los buenos.
Las fotos del milagro mexicano inundaron las redes sociales. Muy raro, la noticia ya no fue jodernos, sino ayudarnos. Un aliado en cada hijo te dio.
Los buenos somos más, pero los más buenos eran ellos, los desposeídos, los despojados, los olvidados, los que no fueron convidados a la mesa del banquete del reparto del botín. Los adultos mayores, los migrantes, los indígenas, los que nada tienen, todos haciendo fila para recordarnos que, a pesar de nuestra indiferencia punible, para ellos nosotros sí seguimos siendo sus hermanos.
Ya con el cuerpo cansado y el pelo encanecido, cargando bultos de alimento.
Ya con la piel marchita y los pies descalzos, acercando una bolsa de no perecederos y con una imperecedera bondad en la mirada.
Ya quitándose el pan de la boca, renunciando a su única posesión para ofrecérsela al mexicano caído en desgracia.
Ya organizando colectas, ya organizando brigadas para buscar sobrevivientes.
Ya empacando, ya velando, ya rezando, ya llorando, ya consolando, ya curando, ya enterrando, ya reconfortando.
De la forma más traumática debimos responder: ¿En qué momento nos olvidamos de tratarnos como hermanos? ¿Por qué permitimos que la indiferencia nos pudriera el corazón? ¿Por qué lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida?
Y cuando todo se hubo derrumbado, vimos que, en medio del desastre, al menos una lección habíamos aprendido: si podíamos ver que todo estaba destruido, era porque pese a todo, seguíamos de pie.
Se caerá las paredes pero nosotros no nos derrumbamos.
Una vez más, ha quedado claro que México y siempre México, siempre seguirá de pie.
Porque cuando perdemos todo, nos recuperamos a nosotros mismos.
Sí, delante de nosotros, solo escombros.
Pero, ¿quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.
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