Cotidianidad: Mis ojos son música

Carlos Rubio

¿De qué forma observan el mundo aquellos seres que nacieron sin la posibilidad de hacerlo? Cada uno encuentra su propio medio por el cual identifica, describe y se vuelve parte de los paisajes y situaciones a las que está expuesto, para borrar la incertidumbre de lo desconocido.

No es fácil vivir con el misterio de lo que se encontrará frente a ti en cualquier momento y tú, sin darte cuenta, seguirás caminando. Aun así, existen los valientes que se aventuran a adentrarse en las complicadas calles de la ciudad, con el riesgo al máximo de sufrir algún accidente. Eso no importará para quien se encuentre realizando su pasión…

Mientras caminaba por la calle de Ignacio Zaragoza, en el Centro Histórico, a unas cuantas cuadras de mí, comenzó a sonar una potente voz masculina, acompañada de una afinada guitarra con cuerdas de nailon. La curiosidad me acechó. Me acerqué para ver de cerca al hombre que interpretaba “Entrega total” de Javier Solís. Sentado en una banca se encontraba Carlos Ramírez, un invidente, o por lo menos, lo es hasta que comienza a cantar.

Su voz y su guitarra se complementan, alcanzando un volumen fantástico, capaz de llegar hasta los más lejanos rincones de la transitada calle. Tiene 46 años y desde su nacimiento le ha sido imposible ver; situación que pasa a segundo plano, cuando Carlos se puede transportar a cualquier escenario o lugar en el que a él le gustaría estar tocando en ese mismo instante.

Su instinto musical despertó desde la primaria, en una escuela especial para personas invidentes y débiles visuales. Cuando escuchaba a sus compañeros interpretar diferentes canciones, él quería ser como ellos. Sin embargo, la escuela se lo negó.

Dejó los estudios a los 14 años y alentado por sus padres, acudió con una maestra de música a clases particulares, donde rápidamente desarrolló su habilidad, que hoy es la pasión que utiliza para conseguir algunas monedas. Sus gustos van desde los boleros, hasta las rancheras. Tiene una preferencia especial por los mexicanos Javier Solís y José Alfredo Jiménez. Todos los días, toma un camión desde la ciudad Satélite hasta la caja del agua, con el único fin de interpretar a sus artistas favoritos.

Fue a los 16 años cuando aprendió a caminar solo por las calles. Únicamente lo acompaña su guitarra, su bastón (que utiliza para evitar chocar y caer) y el sentido del oído tan desarrollado con el que cuenta. Al principio, transitar por las agujeradas calles de la ciudad, fue todo un reto. Ahora, aunque con la misma precaución, conoce perfectamente la mayoría de los caminos.

Aún sin ver, desliza sus dedos a la perfección por su guitarra, tocando cada acorde, mejor que cualquiera que sea capaz de ver. Al hablar, transmite seguridad y fuerza en sus palabras; cualidades difíciles de conseguir.

Uno de los primeros que lo enseñó a caminar por las calles, fue su hermano menor, que sufría de debilidad visual, logrando ver algo del entorno. También era su compañero a la hora de tocar, se encargaba de las percusiones como los tambores, las maracas y el güiro, mientras Carlos armonizaba con su guitarra y su canto. Llegaron a hacer bandas musicales juntos. Lamentablemente, hace 4 años y medio, su hermano falleció. Su brazo derecho, así le dice Carlos.

Carlos es melodía desde que amanece, hasta que anochece. Hasta ahora han sido 18 años que le ha dedicado completamente a la música, yendo de calle en calle, buscando revivir el ánimo de las personas que alcancen a escucharlo. El hábil oído con el que cuenta, le permite aprender canciones con solo escucharlas, no tiene ninguna otra guía. Su memoria es aún mejor, ya que guarda todo el repertorio que se ha dedicado a ensayar durante mucho tiempo.

Las puertas se le han cerrado en innumerables ocasiones. Las personas prefieren no contratar a un invidente para evitar algo que llaman como un “cargo extra”. Para mí, el hombre guitarrista puede ir de un lado a otro y realizar tareas sin problemas. Es cuestión de oportunidad.

Después de despedirnos, Carlos cantó una canción para que yo pudiera seguir escuchándolo. Lo observé un rato más y mientras me iba, a lo lejos sonaba, “que te han visto llorar”. Se quedaron solos el músico y su guitarra, sin embargo, él y yo podemos escuchar las percusiones que lo acompañan.

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