Decidir libremente

Alejandro Hernández J.

Mañana es día de San Valentín, por lo que muchos hemos decidido reservar lugares en algún restaurante para festejar con nuestra pareja. Si durante nuestra próxima cena romántica alguien se acercara a nuestra mesa para preguntarnos por qué hemos elegido a nuestra persona amada y por qué ella nos ha elegido, sería inverosímil que respondiésemos que, en realidad, alguien más eligió por nosotros. En efecto, nuestra concepción del amor está fuertemente ligada al concepto de libre elección; tal vez sea por esta razón que la mera idea del matrimonio arreglado —el cual ha sido y sigue siendo la norma en muchos lugares del mundo— nos parece a menudo escandalosa.

¿Cuál es, pues, el fundamento de nuestra libre elección de pareja? Aunque, en realidad, en la atracción interviene un sinnúmero de factores, la respuesta más comúnmente aceptada podría ser la siguiente: amamos porque sentimos amor. En otras palabras, el origen de decisiones tan importantes como saber con quién compartiremos nuestro tiempo y nuestra intimidad reside en un conjunto personalísimo de sensaciones y sentimientos. Ahora bien, resulta que no solo en el amor estamos convencidos de que la fuente de autoridad de nuestras decisiones está en las emociones. Con esto en mente, dejemos de lado el romance y orientemos nuestras reflexiones hacia otros ámbitos.

Si observamos la actualidad internacional, el Brexit es un ejemplo que nos ayudaría a confirmar la aseveración de que nuestras decisiones se dan en función de lo que sentimos. ¿Qué fundamentó la salida del Reino Unido de la Unión Europea? En sentido estricto, fueron los sentimientos de los ciudadanos británicos manifestados en un referéndum. Por lo tanto, como sucede con nuestra elección de pareja, a los británicos tampoco les parecería lógico que alguien más hubiese podido decidir en su lugar. De hecho, los sentimientos y sensaciones son, por definición, subjetivos: nadie puede saber a ciencia cierta lo que es ser y sentir como otra persona.

Según el historiador israelita Yuval Harari, la asunción de los sentimientos como la principal fuente de autoridad en nuestra toma de decisiones es un hecho histórico reciente, con no más de trecientos años y originado durante el humanismo, es decir, la corriente de pensamiento que, entre otras cosas, coloca al hombre como el único responsable de su vida. Sin embargo, antes del humanismo, la fuente principal de autoridad venía de la religión. ¿Por qué Hammurabi tuvo que ser rey de Babilonia y los aztecas tenían que hacer sacrificios humanos? Porque los dioses así lo solicitaban. En algunos casos, los matrimonios arreglados siguen basándose en premisas religiosas, lo cual es visto por muchos como algo pasado de moda, arcaico; lo de hoy es elegir de manera libre y autónoma. Sin embargo, todo parece indicar que el humanismo está por ceder su lugar al “dataísmo”, es decir, la imposición de los algoritmos y de los datos digitales como fuente de autoridad.

En una entrevista para la Schweizer Radio und Fernsehen, el historiador Harari nos propone imaginar lo siguiente. Hoy en día, las aplicaciones digitales para encontrar pareja como comienzan a ganar más y más adeptos, pero su precisión para encontrarnos un buen partido es aún limitada. En algunos años, cada uno de nosotros podría tener sensores biométricos integrados en el cuerpo. Al caminar en la calle y pasar frente a alguien que nos parece atractivo, dichos sensores serían capaces de registrar nuestras sensaciones antes de que nosotros mismos tuviésemos consciencia de ellas. Acto seguido, varios algoritmos cotejarían nuestros datos biométricos para ponerse en contacto con el perfil del pasante y saber si existe compatibilidad. El desenlace: la persona que nos atrajo podría recibir una recomendación de nuestro perfil, tal como ya sucede actualmente para encontrar amigos en Facebook, y terminaríamos por ignorar cualquier otro acercamiento romántico que se hiciera fuera de la plataforma.

Un futuro donde nuestras decisiones no nos pertenecen podría sonar perturbador, pero, en realidad, no tenemos que esperar a que llegue el mañana para encontrar hoy aplicaciones que ya se encargan de decidir por nosotros, es decir, de ejercer procesos para las cuales nuestras funciones cognitivas eran, hasta hace poco, las únicas responsables. Cuando queremos ir de un lugar a otro, ¿no utilizamos cada vez más aplicaciones como Google Maps en lugar de basarnos en nuestro sentido de orientación? ¿La música que elegimos escuchar viene mayoritariamente de visitas a tiendas de discos, de la revisión discográfica de los intérpretes que nos gustan o de la lista de recomendaciones que aparece en nuestro perfil de YouTube? Nótese que no se trata aquí de satanizar el uso de las aplicaciones citadas. El conocidísimo psicólogo ruso Lev Vygotsky consideraba que el desarrollo de una cultura necesita de nuevas herramientas (psicológicas como el lenguaje y reales como el internet), sin las cuales el progreso cultural es imposible —¿podría existir el cálculo integral si hasta la fecha solo conociéramos los números romanos?— (Woolfolk, 2009).

Sin embargo, ¿acaso el desarrollo de algoritmos que intentan conocernos mejor que nosotros mismos solo tiene motivaciones bien intencionadas? Según un documental de la Deutsche Welle, compañías como Amazon querrían pronto aspirar a ser nuestros principales proveedores de productos y servicios, pero con una característica particular: hacernos llegar pedidos sin que tengamos siquiera que solicitarlos. De hecho, estas compañías podrían llegar a conocernos tan bien que pronto serían capaces de reconocer cuando una mujer está embarazada antes de que ella misma lo sepa. La investigadora Shoshana Zaboff ha acuñado un término para este tipo de comercio: el capitalismo de vigilancia.

Desde luego, los Estados también pueden hacer un mal uso de nuestros datos y, una vez más, no necesitamos viajar al futuro para atestiguarlo. Tras el escándalo de Cambridge Analytica en 2018, sabemos que se habría hecho uso de información personal de alrededor 50 millones de usuarios de Facebook para generar anuncios destinados a favorecer la campaña presidencial de Donald Trump y la decisión de abandonar la Unión Europea durante el referéndum del Brexit. ¿Qué tan libre fue, entonces, la elección de los ciudadanos británicos durante esta votación?

Ante las evidencias, cabe sospechar que hubo una manipulación en las opiniones de los votantes del Brexit a través del hilo de actualidades de plataformas como Facebook. Sin embargo, es difícil creer que otras de nuestras decisiones —particularmente las de carácter más íntimo, como la elección de una pareja— estarían influenciadas por un desfile incesante de “publicidades” o de “recomendaciones de contenido” en la “línea de noticias” (news feed) de nuestro pensamiento. ¿Qué tan seguros podemos estar de ello? En realidad, investigaciones han documentado que pasamos en promedio cincuenta por ciento de nuestra vida consciente en un vaivén asociativo e irreflexivo de pensamientos y sensaciones; los budistas llaman este estado prapañca, mientras que los neurólogos hablan de mente errante (mind-wandering). Por si fuera poco, muchos investigadores, filósofos (y, desde luego, los budistas) confirman que esta masa continua de fantasías, cuentos y narraciones mentales nos impide ver la realidad tal y como es.

Como decíamos al comienzo del presente artículo, a muchos nos aterra la idea de que alguien pudiese haber elegido a nuestra pareja en nuestro lugar (y, peor aún, de que lo hubiese hecho sin nuestro consentimiento), pero pocas veces nos preguntamos qué tan auténticamente libres son nuestras decisiones cotidianas e íntimas. “Si no nos detenemos un momento para reflexionar sobre la veracidad y exactitud de los pensamientos que corren incesantemente en nuestras mentes, posiblemente tomaremos cada uno de ellos como la expresión de nuestro libre albedrío o de nuestra autonomía”, asegura tajantemente el doctor Harari en otra de sus tantas entrevistas. Esto quiere decir que, a pesar de contar con una firme sensación de libertad, las personas más fáciles de manipular son quienes no hacen el esfuerzo de preguntarse cómo llegaron a sus mentes las representaciones, ideas y deseos que circulan por sus cabezas.

En resumidas cuentas, cuando nuestra mente errante se combina con nuestras sensaciones reales del mundo, corremos el riesgo de dar por hecho lo que, en principio, no son más que ideas asociativas con poco fundamento. Por ello, si olvidamos observar críticamente nuestros pensamientos y nuestras decisiones, ni siquiera es necesario que poderosísimos intereses perversos recaben incesantemente nuestros datos para que seamos manipulados —aunque, desde luego, si entidades mal intencionadas se apoderasen de todas nuestras informaciones, el peligro sería aún mayor—. Por lo pronto, nada nos impide suponer que los gravísimos problemas que nos acechan (transporte público pésimo, delincuencia, violencia de género, catástrofes ecológicas, etc.), así como la inacción e indolencia de cada uno de nosotros, ciudadanos y autoridades, no sean más que el resultado de una maraña irreflexiva de ficciones en la que pretendemos vivir para no ver la realidad.

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