El agua en la piedra, memorias de una fuente vaciada

Santuario de Guadalupe. Autor: Delfino Oliva. 1970. San Luis Potosí.

Mariana de Pablos

San Luis Potosí, siglo XIX, año de 1833. La vida aún se vive en blanco y negro y se recorre a pie, entre caminos de tierra trazados únicamente por el andar constante de sus habitantes. El amplio y ya bien conocido por los locatarios camino hacia el Santuario –mucho antes de ser propiamente una calzada– empieza a transformarse. Deja de recorrerse únicamente en peregrinación para comenzar a ser transitado en búsqueda de la satisfacción de otra necesidad casi tan básica e igual de vital que la devoción católica del mexicano: el agua.

Ahora –1833– al principio del camino, en pleno Barrio de la Merced, se levanta imponente, majestuosa y solemne la gran –y para muchos única– Caja del Agua. Sus solicitas salidas se mantienen usualmente ocultas detrás de varias espaldas, pares de huaraches, múltiples sombreros y uno que otro rebozo. Algunos cargan sus chochocoles para repartir el líquido, y otros llenan sus pequeñas vasijas para llevarlas hasta su hogar. Merecedora de grandes elogios, la llamada a mediados del siglo pasado “Fuente de la Conservera” ha pasado a los libros de historia y se ha implantado en la conciencia colectiva como un “símbolo” representativo de la ciudad. Dejando en la sombra a sus hermanas, desplazándolas al olvido y a la ingratitud.

Calzada de Guadalupe. Autor: Barraza. 1890. San Luis Potosí.

Hijas del mismo padre, La Columnaria del Santuario –también conocida como alcantarilla, “Cajita del agua” o “Caja del Santuario”–, la pila frente al Santuario y “La Conchita” no solo fueron labradas por las mismas manos y creadas por el mismo corazón incluso antes que la propia La Conservera, sino que además por ellas fluye la misma sangre cristalina que dio de beber a los potosinos durante más de 100 años. Pese a ello, se han visto forzadas a convertirse en víctimas pasivas de una serie de desplantes varios que no solo le restan valor a su belleza histórica, sino también al objetivo con el que fueron creadas y que desempeñaron con tanto cuidado y diligencia durante su época dorada.

La historia ha pasado sobre ellas de forma injusta. Ni siquiera por su relevancia para satisfacer una necesidad han sido merecedoras de algunas páginas en el recuerdo. Son pocos quienes le han dedicado algunas palabras, quienes se han dado el tiempo de rescatarlas por encima del olvido y de las hojas y hojas que han sido dedicadas en nombre de La Conservera. Pese a estos desplantes ellas continúan de pie, dignificando su existencia y contando la historia de un San Luis muchas veces desconocido.

San Luis y el agua

Tranvía sobre el puente del Río Santiago.

La historia de San Luis Potosí, al igual que la de todo asentamiento desde el inicio de la humanidad, ha girado en torno a uno de los recursos más vitales de todo ser vivo: el agua. La vida surge en donde ella fluye. Entre páginas y páginas de memorias y recuerdos de quienes lo atestiguaron o dedicaron su vida a investigarlo se habla de un San Luis húmedo, fértil, próspero. Se retrata un pasado cristalino con lagunas calmas y personas navegando en canoas por lugares en donde menos podríamos imaginarlo hoy. Se habla de manantiales caudalosos, ojos de agua zarca; de arroyos tibios y de ríos fluyendo por las agrietadas calles que ahora pisamos.

Es esta vida la que da origen a más vida: se empiezan a formar las familias y se construyen los hogares; comienza a caminar la economía, la civilización se expande, la población crece y el agua se convierte, para este pueblo minero y agrícola en crecimiento, en herramienta de trabajo, en sustento de vida.

Los siglos transcurren y, pese a la abundancia que una vez existió, la necesidad más básica se hace presente: la sed. En poco tiempo, la generosidad de estos caudales se encontraría frente a frente en un combate que indiscutiblemente ganarían el oro y la plata. Como un embudo implacable, la ciudad se fue vaciando. El agua fue sacrificada en las haciendas de beneficio en un intercambio por los metales preciosos. Pasando así, desde su fundación en 1592 hasta la segunda mitad del siglo XVIII, de ser un entorno copioso en agua, a una ciudad con graves problemas de abastecimiento.

La Zanja principal o La Corriente, hoy avenida Reforma.

Inician las pugnas por el líquido. A ello se suman la escasez por la sequía y los estragos de las inundaciones. Se cavan pozos, se construyen albercas y piletas para garantizar, aunque sea en cierta medida, el abasto. Las transformaciones económicas, urbanas y sociales a las que se enfrenta la ciudad obligan a sus pobladores a pensar, diseñar e implementar nuevos sistemas para controlar y aprovechar de la mejor manera posible los recursos hídricos disponibles para esta región. Empieza a construirse la sociedad y con ello llegan las obras publicas.

Entre las muchas obras de ingeniería civil que surgieron entre los siglos XVII y XIX, el acueducto que baja desde la cañada del lobo y comprende las tres cajas repartidoras y la pila frente al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, resalta entre todas las demás. Esto no solo por la necesidad y demanda a la que respondía, sino además por la belleza estética con la que fueron diseñadas las cajas, con lo cual, se dio inicio a un nuevo periodo en la historia de San Luis Potosí en su camino hacia la modernidad.

Agua pasa por mi casa… Construyendo la ciudad

Inundación de 1933, Carranza y Uresti.

Como bien lo señaló el periodista Eduardo López Cruz, el agua en la capital potosina ha sido, desde sus inicios, un recurso extremo: se ha enfrentado a las durezas de las poderosas tormentas, al mismo tiempo que a las penurias de las largas sequías. El agua fluía, a veces para bien y a veces para mal, potente, impenetrable a la piedad de los potosinos. Un pueblo que se hincaba en ruegos frente a la sequía y que, a la vez, imploraba piedad ante la furia de los torrenciales.

Desde entonces, la relación de los potosinos con el agua ha sido, por decirlo de alguna manera, compleja. La importancia de controlarla no solo respondía a la necesidad de abastecer del vital líquido a una sociedad en crecimiento, sino que además adquirió un sentido de supervivencia, de resistencia ante las fuerzas de la naturaleza que constantemente los ponían a prueba.

De ahí la edificación de las primeras obras de control y abastecimiento de agua en San Luis Potosí, entre ellas el acueducto de la Cañada del Lobo. Varios historiadores han dejado constancia sobre el florecimiento de esta gran obra hidráulica. Cuentan que en 1827 el gobernador Idelfonso Díaz de León ordenó la construcción de un sistema que trasladara el agua desde la Cañada del Lobo, donde existían manantiales de agua dulce, hasta la ciudad, principalmente a la zona de los barrios de San Miguelito y San Sebastián.

Como lo ha comprobado fehacientemente el historiador Alejandro Espinosa Pitman, este trabajo fue encomendado y realizado por el renombrado dibujante y grabador, José María Guerrero Solachi, quien llevó a cabo la preparación de los planos que incluían nivelaciones, piletas, puentes, túneles, sifones, fuentes y presupuesto. Trabajo por el cual existe constancia de que no cobró al tratarse de una obra para la comunidad.

Los trabajos apenas empezados se suspendieron debido a pugnas políticas. Fue hasta 1830 que, con el apoyo económico de Manuel María de Gorriño y Arduengo, quien hizo un préstamo (que terminó en donación), la obra fue retomada por el gobernador José Guadalupe de los Reyes y puesta a cargo del ingeniero Juan Nepomuceno Sanabria y los maestros canteros Miguel Ramírez, Carmen Pérez y Catarino Torres.

Santuario Basílica de Guadalupe. 1950. San Luis Potosí.

La Columnaria del Santuario, es decir, la caja del agua que se encuentra a un costado del Jardín de Niños La Paloma; y la fuente redonda ubicada en la explanada del atrio del templo del Santuario fueron inauguradas en 1831 por el gobernador José Guadalupe de los Reyes quien “soltó el agua de la fuente”. Prosiguieron los trabajos de introducción del agua hacia la Garita de México y, posteriormente, en 1833, al final de la Calzada de Guadalupe, a espaldas del convento de la Merced, fue inaugurada La Conservera. Finalmente, tan solo un año después, entró en funciones La Conchita. Siendo así un total de cuatro salidas de agua, esto de acuerdo con el historiador Alejandro Espinosa Pitman en su libro “Las cajas del agua” (1985).

Las menospreciadas

Tal y como lo señala Pitman al inicio de su libro, para la mayoría de los potosinos existe solo una caja del agua, que “por antonomasia es La Caja del Agua”. Son grandes los elogios que se han pronunciado a lo largo de la historia en nombre de la Conservera, fuente no solo de agua, sino también de las más bellas expresiones artísticas que el ser humano pueda ostentar. Por su calidad estética se le ha reconocido como “un conjunto muy hermoso”, una fuente bellísima; una joya del neoclásico mexicano. Convirtiéndose así, en un símbolo representativo de la ciudad de San Luis Potosí y relegando, poco a poco a sus hermanas al olvido.

Potosinos surtiéndose de la Caja del Agua.

Ningún historiador o crítico del arte le ha reconocido categoría alguna a la Fuente del Santuario. La historia la ha registrado en sus libros porque existe, sin embargo, su valor se reduce, en la mayoría de los casos, a representar la primera etapa del proceso de introducción del agua desde la Cañada del Lobo. Existe y se mantiene presente al encontrarse en el paso que ha trazado y traza la ruta de cientos de potosinos desde la fundación de la capital, pero nadie habla de ella por su valor propio.

Ya para finales del siglo XIX y principios del XX se le fueron dedicaron algunas líneas. La describieron como “una hermosa fuente con primor y elegancia trabajada”. Ubicada dentro de un estilo neoclásico puro, es “sencilla, elegante, de prestancia”. El esplendor con el que obraba para ofrecer un servicio tan desesperadamente requerido por la sociedad potosina se fusionaba con la belleza que la cantera, labrada a mano, se levantaba con vida e imponente entereza en un San Luis en ciernes.

Adelante: La Columnaria del Santuario. Atrás: Lazareto. Autor: G. Torres Zúñiga. 1920. San Luis Potosí.

La Caja del Santuario tiene mucho que contar. Séase desde sus años de esplendor, o desde la sombra de su hermana, ha visto pasar frente a sus ojos historias de todo tipo. Desde la inmortalidad de la piedra ha atestiguado las grandes épicas que dotan a todo pueblo de raíces, leyendas y sentido a su propia existencia. Ha superado los límites del tiempo, de la vida y la muerte y ha presenciado cómo se levanta una ciudad. Ella misma ha sido tocada por historias de amor, dolor y guerra. En su piel de cantera descansan los vestigios del tiempo, se escuchan leyendas sobre sus cicatrices. Se hacen especulaciones y se forman teorías. Pueden ser llanos vandalismos, la firma de un maestro cantero o la búsqueda de por la inmortalidad de sus padres–creadores. No se sabe ni se sabrá nunca.

Una fuente abnegada, servicial, que se mantiene erguida con dignidad al paso de los años, resplandeciendo en el ocaso más brillante color cristal.

El esplendor y el ocaso

Fuente del Santuario de Guadalupe. 1950. San Luis Potosí.

Utilizadas por más de 100 años, este sistema de agua atendió una necesidad que se mostraba urgente a la vez que se convirtió en fuente de inspiración y de vida. La ciudad se fue coloreando, exhalaba un esplendoroso aire con olor a novedad y progreso. La capital se volvió pintoresca, surgieron nuevas posibilidades y con ello nuevos oficios también. Entre ellos, cabe destacar uno de los más antiguos y representativos no solo de la historia de San Luis, sino de todo México: los aguadores. Hombres de confianza de todos los hogares, los aguadores eran quienes se encargaban de recoger y distribuir el agua por las colonias, así como de mantener limpia y cuidar las fuentes de agua.

Humildes y modestos prestadores de uno de los servicios más básicos de todo hogar, pintaban las calles de la ciudad y eran viva prueba del crecimiento y el desarrollo durante un largo periodo, sin embargo, la modernidad se impone una vez más. Las exigencias de una ciudad en constante crecimiento requieren aún más atenciones y si por algo se caracteriza el progreso es por su constante búsqueda de simplificar la vida, ¿quién diría que, tan solo un siglo después, después de tantas complicaciones, todo sería tan fácil como girar una llave para obtener el vital líquido?

Las cajas se van dejando de lado, cada vez se utilizan menos. Con el olvido viene el desdén y la ingratitud. Los canales por los que antes fluía el agua libremente empiezan a verse obstruidos ante la suciedad y la basura. Se construyen nuevas obras, más modernas, y se deja de invertir en el mantenimiento y cuidado de la Cañada del Lobo y sus fuentes. La caja del Santuario es transgredida, vulnerada sin el menor de los cuidados para imponérsele a las nuevas tecnologías, un mundo que desconoce. Sufre deformaciones, ataques directos contra su cuerpo y su esencia, y toda esa magnificencia que una vez fue, se pierde en tiempos mejores.

Caja del Agua del Santuario. Autor: Luis Chessal. 1985. San Luis Potosí.

Ignorada por muchos y confundida por otros más entre los trajines de la cotidianeidad, hoy, después de casi 80 años, hay manos que la vuelven a tocar con cariño. Las restauraciones que se le están haciendo desde diciembre del año pasado para dignificar su título de monumento histórico son un ejercicio de vital importancia para despertar la memoria histórica de los potosinos. Pues es alrededor del agua que surge y se ha ido construyendo la historia de esta ciudad. Es ella la que, históricamente, –a veces para bien y a veces para mal–ha dotado de identidad a San Luis Potosí.

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