El sentido de comunidad: legado de los pueblos originarios

Mariana de Pablos

Los saberes, tradiciones y formas de organizar e interpretar la vida de los pueblos originarios nutren la riqueza cultural y la identidad de México. Sin embargo, el desarrollo y crecimiento de los diferentes Estados del mundo se ha caracterizado por no tomar en cuenta a los pueblos indígenas. Su andar por el mundo es una muestra de la existencia y resistencia de su historia y su cultura. De ahí que, en un día como hoy, valga la pena reflexionar sobre uno de los valores más importantes que posibilitan la preservación de su identidad: el sentido de comunidad.

Al fondo del callejón de San Francisco, a tan solo un par de metros de la fuente ubicada al centro del Jardín Guerrero, donde las palomas se bañan y los ancianos descansan, es posible divisar uno de los elementos característicos del panorama cultural de México: los puestos de venta de artesanías.

Para la mayoría de los locales, este recorrido es parte natural del paisaje del Centro Histórico de la capital. Los más de siete puestos que se despliegan en fila recta a un costado de la iglesia y a partir de la mitad del callejón en adelante no son nuevos. Muy por el contrario, han estado ahí durante más de veinte años.

Así como lo han estado también las personas que se encuentran dentro de ellos, tranquilamente enterradas entre torres de cobijas, suéteres y chales tejidos a mano; ocultas detrás de pilas de collares, pulseras y diademas bordadas con diseños florales.

Son, en su mayoría, mujeres mayores quienes se dan a la tarea de mantener constantemente organizado su espacio de trabajo. Salen de las coloridas y brillantes profundidades y muestran sus largas trenzas únicamente para reacomodar alguna prenda o para ofrecer una amable respuesta ante las dudas de los compradores.

Entre las faldas de los puestos corren cuatro niños de cinco años. Contentos y riendo se esconden detrás de las carpas y solo salen para emprender la carrera una vez más o para comer un poco de jícama de la mano del único hombre entre las mujeres. Un señor de avanzada edad que los reprende suavemente por sus travesuras en una lengua distinta al español.

Todas las mujeres permanecen quietas en sus puestos, sumergidas en su tarea de bordado.

Con manos ágiles, casi distraídas, en menos de quince minutos tienen lista la estructura de una pulsera. Desde su lugar, Florentina, acompañada por la nieta de su cuñada, María del Sol Guadalupe, de 13 años, y de una joven oculta bajo la mesa que cuida de un bebé de cuatro meses, cuenta que todos provienen de Oaxaca.

Así como lo son también las artesanías que venden. Lo único que hacen ahí mismo son las pulseras y brazaletes. Ella, al igual que su comadre del puesto de al lado, Eva Patricia, llegaron a San Luis Potosí hace treinta años. Provienen de las entrañas del municipio de Santiago Juxtlahuaca, en donde está su pueblo, San Juan Copala, habitado principalmente por indígenas triquis.

“Nosotros hablamos triqui alta porque hay triqui baja que es de Chicahuaxtla”, especifica Florentina.

Sin embargo, no estaba entre sus planes mudarse y dedicarse al comercio:

“Yo no tenía idea de venir aquí. El que estaba aquí era el hermano de mi esposo, que ya tenía uno o dos años cuando llegamos. Nos dijo que se había comprado un carro, pero que no sabía usarlo, y como mi esposo sabía manejar le dijo ‘vente conmigo y me enseñas’. Me dijo mi esposo ‘vamos a ayudar a mi hermano y regresamos’, pues resulta que no regresamos”.

Como Florentina explica, fueron su esposo y su cuñado quienes tomaron la decisión por ella y su hijo de cinco años:

“Había un programa que estaba prestando dinero para emprender negocio y entraron en un crédito y así empezamos a surtir lo que necesitamos y empezamos a emprender el negocio. Nunca me imaginé que aquí me iba a quedar porque me vine sin nada. Deje todo allá. Mi idea no era crecer aquí, sino que se fueron dando las circunstancias”.

Del total de la población hablante de alguna lengua indígena que reside en la entidad, el 96.1 por ciento nació en San Luis Potosí, mientras que solo el 3.8 por ciento proviene de otro estado. Sin embargo, la migración interna de personas indígenas es un fenómeno en aumento, pues muchos se ven frente a la necesidad de escapar de los conflictos y el despojo de sus tierras, así como de limitado acceso a oportunidades de empleo en sus lugares de origen.

Asimismo, el 78 por ciento de los pobladores indígenas en las ciudades trabaja en el sector informal. En mayor proporción, las mujeres (89 por ciento sobre 70.8 por ciento) quienes se dedican a esta labor. Según la Organización Internacional para las Migraciones, en la mayoría de los casos, las personas indígenas que migran mejoran su situación económica, pero ello implica alejarse de sus tierras y costumbres; así como enfrentar diversos obstáculos como la discriminación y la falta de servicios públicos.

El camino no ha sido sencillo. Han tenido que adaptarse a un estilo de vida distinto, muchas veces alejado a lo que desearían y, sobre todo, limitado:

“Estar aquí cubre lo necesario: los gastos de la casa, los hijos. Aunque mal comido, aunque falta mucha cosa que hacer, pero así vamos pasando. Se acostumbra uno, aunque dices ‘ya ni quiero hacer esto’, pero pues qué hago. Mientras dios nos da vida…”.

Los obstáculos a los que se han enfrentado las han desafiado, pero los han sabido superar con la perseverancia que surge del deseo de construir una mejor vida para sí mismas y su familia. Sin embargo, es debido a su sentido comunitario que han logrado salir adelante.

Florentina relata que cuando llegó a San Luis Potosí se reencontró con otros compañeros de su pueblo y que, gracias a ello logró superar las dificultades que se le presentaron:

“Yo sé bordar desde la primaria y secundaria, pero esto de pulsera aquí aprendí, me enseñó mi comadre”.

También cuenta que, una vez aquí, tuvo dos hijos más, mientras que Patricia tuvo cinco, sin embargo, eso no implicaba que dejaran de trabajar.

“Eres ama de casa, eres comerciante y eres todo. Cuando llegamos estábamos en Zaragoza y ahí andaban mis hijos así en pañales jugando en la tierra”.

Florentina, junto a sus compañeras, pudo sacar adelante a sus hijos, y ahora ella hace lo mismo por su cuñada al cuidar a su nieta; al mantener un ojo siempre al pendiente de los niños que corren y acuden a ella por comida; y al dar refugio a su nuera que se mantiene junto a su bebé oculta entre la mercancía.

Desde su llegada a San Luis Potosí, el grupo se ha ampliado bastante. Tienen más de siete puestos a lo largo del callejón de San Francisco y sus hijos, ahora hombres casados, también se dedican a la venta de artesanías en otros puntos de la capital del estado.

Entre todos han logrado salido adelante pese a la lejanía física con sus raíces. Como lo aprendieron en su pueblo, han sabido tejer redes y vínculos de amistad y de familia. A donde sea que vayan llevan consigo su cultura y la mantienen viva. Son comunidad: esa es su más grande fortaleza.

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