La revolución es violeta

Mariana de Pablos

La revolución es violeta

Por las que han aprendido a reconocer al patriarcado

en el corazón de sus tristezas, enemistades,

injusticias, inseguridades y miedos.

Y se convierten en aves de vuelo libre

que se encuentran a sí mismas en el fuego,

en la luna

y en la otra.

Y de repente, luego de toda esa soledad y silencio, una mano amiga te ofrece un hombro para llorar y un par de brazos para descansar. Te escucha sin prejuicios; abre su corazón contigo y por ti y te envuelve con un abrazo cálido, sororo. El dolor y las heridas encontraron una mano amiga. Las cicatrices que deja a su paso la violencia machista, empiezan a cerrar, a pintarse color piel. Y la sangre diluida entre las lágrimas de todas estas mujeres que hoy claman por libertad y justicia regresa a la tierra, y de ahí florecen cientos de miles de jacarandas que todo lo pintan de violeta.

Caminar juntas no solo fue un acto que se vivió durante la marcha por la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, sino que este caminar es –ahora y siempre ha sido así– la única forma posible de existir para las mujeres. Si hay algo que todas comparten, que a todas atraviesa, es la violencia patriarcal. Y frente a ello, la unión, la sororidad y el amor entre mujeres son la mejor vía para erradicarla.

El destino fue Plaza Fundadores. Ahí fue donde se concentró la máxima expresión de feminismo: algunas bailaban al son de los tambores, otras reían con sus nuevas amigas, esas que habían conocido apenas; otras más manifestaban su rabia gritando consignas, dejando huella en las vías, en los muros, el cielo. Ahí, en el centro de la conmoción se abrió un claro, un espacio que por unos momentos permaneció vacío, pero tenso, a la expectativa de muchos pares de ojos rosas, morados, llameantes.

Estaba ocupado únicamente por una simple pero imponente bocina, bajo de ella una mesa con algunos controles y un micrófono, nada más. Para las más experimentadas era un escenario familiar, ya sabían lo que significaba, lo que sucedería. Para otras más era un momento extraño, nuevo. Se acercaban con curiosidad, pero seguras porque, ante todo, un sentimiento compartido de confianza predominaba, como si las 14 mil mujeres que estaban ahí fueran todas hermanas.

“Este espacio se llama ‘ya te la safer’”, explicó una joven de espíritu libre del arte y la danza al tomar por primera vez el micrófono, “y emerge ante la necesidad de tener espacios seguros, espacios donde los hombres no nos están diciendo qué hacer, donde no todo el tiempo se sienta la presión de competencia, donde podamos convivir con mujeres trans, con discidencias y con personas no binarias sin tener que mal generizarles, sin tener que discriminarles y lo mismo para las mujeres ¡porque todos atravesamos estas violencias!”.

Alegre, consciente, diversa, así era ella. La invitación para tener un momento de desahogo estaba sobre la mesa. No pasó mucho antes de que alguna mujer levantara tímidamente su mano y diera un pequeño paso al frente. Y tampoco antes de que las emociones de quienes formaban el círculo empezaran a botar cual cascada furiosa, imparable.

“Quiero decirle a mi agresor que ya no le tengo miedo y que no le voy a dar nunca más la seguridad de mi silencio. Quiero hablar por todas que han sido abusadas en su familia, por los que creían sus amigos, porque yo les creo y no están solas”. Se encendió la llama. Al sonido de la revolución que se escuchaba de fondo: bombazos, llamas elevándose por el aire y gritos de júbilo ante el retumbar de la justicia y la libertad, se sumó un poderoso coro: “¡No estás sola! ¡No estás sola! ¡No estás sola!”.

“Mi ex pareja se metió a mi casa e intentó matarme. Yo lo único que pensaba era: mañana mi papá me va a marcar y va a ver que no le voy a contestar y me va a encontrar muerta (llora) ¿y qué le van a decir a mis hijos? Él negó lo que sucedió. Todos le creyeron, yo soy la loca. Nadie me cree y yo soy la mala”.

¡Yo sí te creo ¡Yo sí te creo! ¡Yo sí te creo!

Las voces se entrecortaban, las manos temblaban. El miedo de romper el silencio era latente, pero más grande era la rabia, el dolor acumulado y la valentía que ese espacio dotaba a todas las que se encontraban ahí, escuchando, sintiendo.

“El martes trataron de abusar de mí en el camión y ahora tengo miedo, no sé qué me pueda pasar. Por su culpa tengo que cambiar toda la ruta para llegar a mi casa. Hoy grito por las que no pueden hacerlo, hoy sí la libré, mañana quién sabe”.

¡Justicia! ¡Justicia!

Las historias continuaron y las consignas siguieron retumbando. Tanto la comisión de apoyo psicológico y emocional como las que ahí estaban, se aseguraban de reconfortar a las chicas. Desde ofrecer un pañuelo para sus lágrimas, hasta un cálido abrazo de la duración necesario. Lo que fuera necesario para asegurar que se recuperara.

Por un momento la narrativa cambió, y comenzó la expresión mediante el cuerpo. La música empezó a salir de la bocina y a darle ritmo a la sangre. Hubo quien cantó acompañada por el coro que ahí mismo se formó. Hubo quien bailó libre, sin ningún tipo de coreografía, sanando con el movimiento del cuerpo (“báilalo, gózalo, siéntelo, eso que la cuerpa te dio. ¡Grítalo con la cuerpa, sácalo todo!”).

Eran cientos, miles de testimonios y el círculo continuó formado el tiempo que fuera necesario, hasta que la última mujer hubiera tenido su momento. Todo lo que estaba guardado se hizo cenizas ahí, en el centro de la hoguera, donde durante horas se quemaron las injusticias, los miedos, los dolores. Rodeadas de amor, de oídos, de brazos donde caer.

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