Las mujeres se movilizan, radiografía de la impunidad

María Ruiz

Eran las tres de la tarde y las calles del Centro Histórico parecían una escena del crimen. Había calzado femenino abandonado en diferentes puntos, como si el rigor mortis de alguna joven delimitara perimetralmente el camino de la violencia feminicida que sufren las mujeres de la entidad.

Se trataba de una instalación realizada por un grupo de mujeres —encapuchadas todas— que denunciaban el incremento de feminicidios en el estado.

Jazmín estaba entre ellas, sentada a las afueras del Congreso del Estado mientras cuidaba a su pequeño nieto, víctima colateral del feminicidio de su madre; ambos esperaban el comienzo de la marcha organizada por colectivas feministas para conmemorar el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer.

Mientras, otras jóvenes llegaron con pancartas y prendas de vestir que simulaban estar ensangrentadas. Con ellas cubrieron la fachada del Congreso a pesar de la existencia de barricadas, cadenas y acrílicos que lo protegían mejor que a las cientos de mujeres que padecen los estragos de la violencia machista que vulnera su condición de vida todos los días.

Y en medio de todo, un tendedero de denuncia que contenía los nombres de algunos agresores.

Fue entonces que pasadas las cuatro de la tarde algunas mujeres empezaron a compartir, a través de un micrófono abierto, sus historias de violencia.

Atrás de todas ellas se escuchaba a una joven decir: “Soy Cesaly Loera, yo también quiero contar mi historia”.

Cesaly, madre víctima de violencia vicaria —forma de violencia por la que una persona ataca a otra con el objetivo de causar dolor a terceros—, compartió en medio de cientos de mujeres, cómo después de sufrir la sustracción de su hija, se enfrentó a un proceso de control y maltrato por parte de su exesposo, y cómo este suceso la convirtió en activista dentro de la Colectiva de Amorosas Madres Contra la Violencia Vicaria (CAM-CAI).

Mientras daba su testimonio, las consignas y gritos de lucha no se hicieron esperar y al unísono las presentes le reafirmaron que no estaba sola. Con ello dieron comienzo las protestas que se convirtieron en una ola violeta y verde de danzas realizadas por algunas bailarinas y activistas.

Para las seis de la tarde, el timbre y tesitura de Ifigenia armonizó la organización de los contingentes que integrarían la marcha. Su canto de reclamo fue el inicio de las decenas de consignas exclamadas por mujeres que han sido víctimas de la violencia.

La señora Jazmín iba a la cabeza de los cuatro contingentes que conformaban esta marcha. Cargaba una cruz mucho más pesada de la que llevaba en sus propias manos, la del feminicidio de su hija Fernanda.

Conforme fueron avanzando en dirección a la Fiscalía General del Estado (FGE), los gritos se volvieron más contundentes y el contingente mucho más grande. Niñas, madres, mujeres adultas, estudiantes, lo integraban.

Las calles de San Luis se convirtieron en un lienzo de exigencia. Sus paredes, calles y fachadas ya tenían impresa la marca de la desdicha y de la impunidad de la que es artífice el sistema patriarcal.

A su llegada a las instalaciones de la Fiscalía, un manto verde de más de 10 metros de largo cobijó a las mujeres que, desde el anonimato, reclamaron condiciones dignas de vida, acceso a la justicia de manera eficiente y, sobre todo, la implementación de acciones que bajen la tasa de feminicidios en el estado.

La denuncia tiene rostro y voz

Jazmín volvió a aparecer en el cuadro. Ya no llevaba ni la cruz, ni a su nieto. Era ella sola enfrentándose a la Fiscalía.

Recordó cómo desde el feminicidio de su hija las autoridades en todos los niveles la han revictimizado, obligándola a convertirse en la propia investigadora del caso de Fernanda.

La furia no pudo contenerse. Ya no era ella sola contra este ente, ya eran otras madres, otras hijas, otras hermanas que ya le acompañaban, mientras un maso golpeteaba la cadena del enrejado de la Fiscalía.

El sonido de las pintas se escondía a sus espaldas y entonces decidieron continuar la marcha.

A las siete de la noche, el Edificio Central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP) ya tenía la marca de estudiantes que demandaban protocolos más severos contra el hostigamiento.

Nadie se acercó. Las jóvenes fueron un remolino que acabó con la fachada de esta institución. Pintas y destrozos, toda una radiografía de las violencias que suceden dentro de la máxima casa de estudios.

Los cuatro contingentes decidieron continuar su camino hacia el punto de partida donde inició el mitin y la marcha. Ya eran unas 200, 300 o tal vez 500 mujeres y acompañantes.

Muchas lloraban, otras cuantas gritaban, pero el silbido de un megáfono lo silenció todo.

Dos mujeres tomaron la palabra y juntas acompañándose, hicieron recordar a todas las presentes que el ser mujer es un factor de riesgo, una limitante, una condición que vulnera su propia seguridad.

“La violencia de género no reconoce fronteras”, gritaron mientras el Congreso del Estado era intervenido con una mancha simbólica de impunidad.

La densidad del humo violáceo de algunas bengalas cubrió en su totalidad la atmósfera de este encuentro, las mujeres se dispersaron entre abrazos y reclamos, dejando en su camino un mensaje claro: mañana otra mujer podría sumarse a la lista de víctimas.

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