(Sobre) vivir por un sueño

Foto de Mariana de Pablos.

Mariana de Pablos

Su objetivo: Estados Unidos. Su destino, completamente incierto. Convertirse en persona migrante significa asumir la búsqueda de un sueño como un nuevo estilo de vida. Para ellos, el aquí y el ahora es decisivo, pues es en el presente donde se traza la fina línea entre la posibilidad de un mejor futuro o volver a la certidumbre del pasado. Los obstáculos a superar son complejos, sin embargo, ya han superado el más difícil: cortar sus raíces de tajo y volverse movimiento.

Sumidos en un ambiente árido al pie de las vías del tren descansa un grupo de personas. La mayoría son hombres, pero es posible divisar también a un par de niños y a una sola mujer. Formando una larga línea, recargados sobre una reja desvencijada, se resguardan de los poderosos rayos del sol del mediodía bajo un árbol de poca altura, a tan solo unos cuantos metros de la Casa del Migrante.

Algunos dormitan sobre un colchón descolorido, mientras que el resto, utilizando sus escuálidas mochilas como cojín, yace sobre las piedras que tapizan el suelo. El sudor que corre por sus rostros se combina con la tierra que se les ha adherido durante su recorrido y desemboca en su cuello con un color oscuro.

Se les ve cansados y acalorados, pero se animan inmediatamente ante la oportunidad de platicar sus experiencias como personas migrantes. Hablan casi todos al mismo tiempo, se interrumpen con emoción y asienten con complicidad ante el bullicio que ha generado el tema. Sin embargo, de entre las voces sobresale la de Yorjel.

Junto a Vicente, su esposo, y su hija de tres años, Sofía, partió de su hogar en Venezuela hacia México con el objetivo de lograr el sueño americano. En pocos días cumple dos meses que decidió emprender esta travesía junto a su familia. Desde entonces ha recorrido, a pie y en bus, prácticamente toda Centroamérica, incluida la selva del Darién. Arriesgándose a pasar la noche entre pumas y serpientes, y sobreviviendo gracias al agua del río.

Yorjel habla despacio, suave y bajo. Todos guardan silencio un momento para escuchar lo que dice y luego vuelven a soltar algún comentario desencadenante de risas o indignación. Sin embargo, ella se mantiene serena, no se interrumpe pese a la agitación.

“Es duro vivir así. Dormir en la calle, con hambre, sin bañarnos, muchas veces sin agua que beber”.

Entre sus grandes y morenos brazos se enrosca Sofía, quien heredó de su madre el cabello oscuro, los ojos amarillos y la mirada tranquila. Cuentan que llegaron a San Luis Potosí ayer por la tarde y que ahora se dirigen a Matamoros, punto a partir del cual el viaje será más tranquilo, según les han dicho.

Sin embargo, para lograr este objetivo, primero tienen que montar a la Bestia, el tren de carga que recorre México hasta Estados Unidos, y en el cual muchas personas migrantes han perdido partes de su cuerpo al intentar subir o cayendo de él. Se enteraron de que pasa a las tres de la tarde, así que esperan.

“Tenemos miedo, nunca hemos montado el tren y estábamos esperando a que llegara más gente para no irnos solos. Da miedo, a nosotros nos da miedo”.

Tienen la esperanza de que se detenga, o al menos que baje la velocidad lo suficiente, pues con los niños no se puede subir corriendo, como muchos otros intrépidos del grupo que claman haberlo hecho antes. De repente llega a los oídos de todos los presentes un ruido amplio, como el de una explosión en la lejanía. Sin que nadie se inmute si quiera, empiezan a comentar “ahí viene…; sí, ahí viene”.

Se dirigen hacia la esperanza de un futuro mejor, con oportunidades de trabajo más dignas, educación para los niños y seguridad. Todo lo han superado y han llegado a México, donde realmente empieza la carrera de obstáculos.

“México es la peor parada del viaje. Todos nos dicen que nos cuidemos”, señala Yorjel.

Este comentario vuelve a encender el bullicio, hay reclamos y molestia. Todos coinciden en que, en efecto, el peor paso ha sido México. Aquí se han tenido que enfrentar maltrato y discriminación como en ninguna otra parada; así como a abusos y engaños. Sin embargo, lo peor ha sido el despotismo de las autoridades mexicanas.

Platica Yorjel que los han detenido más de una vez, no recuerda con exactitud dónde, pero se lamenta ante estas nuevas dificultades. Las cuales han sido la razón por la cual ahora deben trasladarse sobre la bestia:

“Los policías agarran a uno y como creen que uno tiene una millonada empiezan ‘dame 200, 500, mil’ donde uno los tiene… Si no, mire pa’ atrás. –Detrás de su voz el tren anuncia una vez más su llegada– Y uno pierde el tiempo, la plata, todo. Por lo mismo en Tapachula nos devolvieron para atrás. Perdimos el pasaje, perdimos todo. Tuvimos que venirnos a pie”.

¡Nos menosprecian por ser migrantes! –Grita un hombre por detrás de la voz de Yorjel– Hasta la Marina lo deja a uno sin nada. Todos asienten en consenso y completan exclamando “¡la Guardia Nacional es peor!”.

Un hombre alto, fornido, con bigote y barba blancos que se unen en forma de candado por su quijada; y que se ha mantenido hasta el momento silencioso, pero profundamente atento a la conversación, toma la palabra para dar fin a la conversación antes de la llegada del tren y, con una actitud serena, con atisbos de resignación, comenta:

“Si entre nosotros no nos cuidamos, ¿entonces quién? Ella traía a su niña enferma y yo unas pastillas y al ver su necesidad, les compartí. Así es como nosotros vamos sobreviviendo, ayudándonos unos a otros”.

El tren finalmente se detiene frente al grupo haciéndose presente con una profunda exhalación y el chirrido de los raíles. Sin embargo, no se detiene, avanza a paso lento. Un par de hombres exclaman “¡ahora sí ahí viene!; ¡vámonos pa’l otro lado! ¡Vénganse! ¡vámonos!”.

Con una sintonía casi perfecta todos comienzan a agarrar sus mochilas, se envuelven las sudaderas a la cadera; ajustan su gorra y cruzan rápidamente frente al tren que toca su bocina para anunciar su prominente y peligrosa llegada. Entre el movimiento Yarjel pasa desapercibida, se mueve hábil, rápida como un gato, y en lo que parecería una fracción de segundo se encuentra del otro lado de las vías.

Todavía alcanza a decir adiós con su mano y a dejar escapar una sonrisa antes de que el tren tome su lugar en la imagen. Ahora solo es posible divisar sus piernas, que junto a las de Vicente y Sofía suman seis, más otras diez de los demás. Empiezan a moverse en sintonía con el tren y de un momento a otro, así como llegaron, desaparecieron.

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