De automóviles y creencias

Alejandro Hernández J.

Cuando de conducir se trata, diciembre es el mes más peligroso. Según información del INEGI, en este periodo hay un aumento de accidentes de entre veinte y cuarenta por ciento. En efecto, la circulación vehicular aumenta considerablemente con los desplazamientos por las reuniones de amigos y familiares, las visitas a templos, las compras en centros comerciales y los viajes; pero son los conductores ebrios quienes juegan un papel decisivo en dar un tinte trágico a este mes. Nadie necesita pensárselo mucho para reconocer que un accidente en automóvil puede tener consecuencias mortales o catastróficas de por vida. A pesar de ello, buen número de personas sigue manejando bajo los efectos del alcohol y opta incluso por unirse a grupos de redes sociales en los que se indica cómo esquivar los retenes más cercanos.

Por otro lado, no tiene que llegar diciembre para recordar la importancia de conducir con prudencia. Quien circula a menudo por la carretera 57 o por la avenida Salvador Nava se da cuenta de que no hay prácticamente un solo día sin varios accidentes, algunos de gran impacto. Aquí el papel decisivo no sería ya del alcohol al volante, sino de la prisa por llegar a tiempo al trabajo, tal vez de algunos mensajes de WhatsApp o llamadas, así como de nuestra falta de pericia. Pero no somos únicamente los conductores quienes no damos la seriedad suficiente al acto de conducir un vehículo motorizado; el Gobierno se muestra también indulgente.

Mientras que en otras partes del mundo la licencia de conducir se otorga tras un entrenamiento que puede llegar a durar hasta un año, el Estado de San Luis Potosí decidió derogar los exámenes teórico y práctico de manejo en marzo del 2016 (decreto 0180). Desde entonces basta con tener domicilio en nuestro estado, firmar una carta responsiva y pagar la cuota correspondiente. ¿Será que el Poder Legislativo tomó esta decisión basándose en el imperativo categórico de Kant? Este filósofo propuso que se obrara de tal modo que nuestros actos se conviertan en leyes universales. Al actuar según nuestra propia razón —más que por normas impuestas—, las personas adquiriríamos autonomía y, por lo tanto, libertad. Existe la remota posibilidad de que la ausencia de límites de velocidad en las autopistas alemanas se deba un poco al razonamiento kantiano, pues pocos autores han influido tanto como él en la formación del pensamiento alemán. Sin embargo, todo parece indicar que la mayor motivación de los legisladores potosinos consistió en aligerar “la tramitología o burocracia, abundante en diligencias minuciosas y complicadas” y “sobre todo, elevar la recaudación.”

Los automóviles no representan un peligro para nuestra integridad física solamente al ser conducidos de manera imprudente; son ya uno de los mayores riesgos para nuestra salud al haberse convertido en la principal fuente de contaminación en nuestras ciudades. La Organización Mundial de la Salud estima que alrededor de 1,3 millones personas mueren en el mundo cada año debido a enfermedades respiratorias y cardiovasculares causadas por la contaminación del aire. Además, como todos sabemos, el calentamiento global es alimentado por la polución de los automotores. A pesar de todo esto, gobernantes y ciudadanos somos, una vez, más indulgentes: los unos, al no ofrecer un transporte público de calidad, al sacrificar áreas verdes para construir más rutas y autopistas, etc.; los otros, al no exigir que los esfuerzos de la ingeniería civil y de la logística del desplazamiento urbano se orienten hacia una reducción significativa del uso del coche.

La industria automotriz es una de las más exitosas: somos al menos siete mil millones de personas en el planeta, ¡y hay ya más de mil millones de automóviles circulando! Si las cosas siguen así, en 2050 habrá el doble de vehículos. Sin embargo (y para colmo), el gran éxito que la producción mundial de autos conoce tampoco es justa. Desde hace varios años, grandes empresas automotrices se han aliado para intentar ahorrar en sus procesos de producción. Para lograrlo no solo utilizan los mismos componentes en modelos de marcas distintas, sino que se hacen esfuerzos mayores por reducir los precios de mano de obra y evitar impuestos. Así, países como el nuestro no tienen más opción que albergar centros de producción donde los empleados ganan muchísimo menos de lo que las empresas pagarían en sus países de origen.

¿Por qué a pesar de los gravísimos riesgos e injusticias del papel central que ha tomado el auto en nuestras sociedades seguimos en el mismo camino? ¿Qué puede ser capaz de cegarnos ante la realidad de los millones de muertes causadas por accidentes automovilísticos, de las enfermedades cardiorrespiratorias y de los cielos grises de nuestras ciudades? Una mirada histórica podría darnos algunas pistas.

No se trata de la primera vez en la que de nuestra especie cae en una trampa por seguir una expectativa de desarrollo. Tomemos como ejemplo la revolución agrícola según la descripción del historiador israelita Yuval Harari. El paso de la vida nómada a la vida sedentaria comenzó, como en el caso de la aparición del automóvil, lentamente y en un área geográfica restringida —casi como un evento de trascendencia menor—. En efecto, algunos cazadores ya comían ocasionalmente trigo; sin embargo, al no tener la ocasión de ser críticos ante las nuevas prácticas que estaban gradualmente adoptando, una cosa llevó a la otra y se produjeron cambios irreversibles: de ser una especie con una alimentación extremadamente variada, terminamos satisfaciendo la mayor parte de nuestra ingesta calórica con apenas tres o cuatro plantas domésticas; mientras que se necesitaban alrededor de cuatro horas de caza para tener suficientes alimentos, el cultivo de trigo exigía jornadas de doce o más horas de trabajo diarios y la esclavización de un sinnúmero de animales (y de personas) para el arado; recursos tan importantes como el agua ya no eran aprovechados por las personas, sino que se destinaban a raudales a los campos; de poder utilizar nuestros cuerpos ágilmente, el trabajo agrícola ejerció daños irreparables en muchos de nuestros órganos. Por si fuera poco, el paso a la agricultura trajo consigo una explosión demográfica cuyas principales víctimas fueron los niños, quienes, paradójicamente, morían de hambre y desnutrición. En suma, por muchísimos milenios, las condiciones de vida de los agricultores (y de muchísimas especies de animales explotadas para la causa) fueron mucho peores que durante la época nómada.

Para el doctor Harari, la razón de este fracaso con apariencia de éxito viene, indudablemente, de creencias o expectativas mal calibradas. Al creer que el trabajo duro traería jugosos frutos, los primeros agricultores no se dieron cuenta de que estaban aumentando su dependencia a un solo tipo de recurso. Hay además evidencia de que los agricultores primarios veían su tarea como un ejercicio trascendental, tal vez de naturaleza divina. En el caso del automóvil, la cadena francoalemana ARTE ha documentado dos creencias clave. Por un lado, que el desarrollo de un país necesita forzosamente del desarrollo de una clase media, lo que requiere a su vez del desarrollo de una industria automotriz sólida. Por otro lado, que la posesión de un coche trae consigo éxito social y libertad individual. En lo que a alguna connotación divina se refiere, el filósofo Enrique Dussel ha alertado sobre algunas creencias impulsadas particularmente —aunque no exclusivamente— por grupos evangélicos (como al que la presidenta interina ilegítima de Bolivia pertenece): salir de la pobreza es una bendición divina; quien persigue el éxito social y material se encontraría siguiendo los designios de Dios.

Ante tal estado de las cosas, ¿no sería ingenuo pensar que los gobernantes quienes, siguiendo a Marx, solo pueden volverse gobernantes en la medida en la que se incorporan a la clase dominante, se comprometerán por mejorar la movilidad peatonal y el transporte urbano? ¿No sería casi una traición a aquello para lo que tanto se ha luchado dejar el coche cuando se va a una reunión de copas? Y si, como tanto se dice, cuando a uno le toca, le toca, ¿no sería una pérdida de tiempo ponerse el cinturón de seguridad?

Hemos caído irremediablemente en la trampa del automóvil, pero, para evitar el acabose en nuestro intento individual y colectivo de ascenso social, es necesario intentar recuperar al menos un poco de objetividad. Harari afirma con precisión: “Una de las pocas leyes rigurosas de la historia es que los lujos tienden a convertirse en necesidades y a generar nuevas obligaciones”. A esta imponente reflexión podría agregarse otro hecho verificado por la historia: que incluso las civilizaciones más resplandecientes terminan por eclipsarse.

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