(…) ¿Aquí he venido solo a obrar en vano?
No es esta la región donde se hacen las cosas.
Ciertamente nada verdea aquí:
abre sus flores la desdicha.
-Cantar mexicano de autor desconocido
Alejandro Hernández J.
En las últimas semanas México ha vivido la pérdida de grandes figuras. Por un lado, el 28 de septiembre se anunció la muerte del famoso intérprete José Rómulo Sosa Ortiz, mejor conocido como José José. El cónsul general de México en Miami, Jonathan Chait Auerbach, pronunció un emotivo y oportuno discurso durante la ceremonia de velación que se llevó a cabo en el Centro de las Artes de aquella ciudad: “Con las canciones del cantante nos enamoramos, nos encontramos como humanos, y coreamos en todos los rincones del mundo sobre el valor de la vida.” Sin duda, es con gran emoción que en las últimas semanas hemos escuchado como nunca muchos de los éxitos del cantante.
Por otro lado, el primero de octubre se anunció —aunque con mucho menos estruendo mediático—el fallecimiento de Miguel León-Portilla. El trabajo de este notable mexicano contribuyó como el de muy pocos tanto al conocimiento de nuestra humanidad como a la promoción de la cultura mexicana en el mundo. Debemos al doctor León-Portilla el hecho de que interrogantes prehispánicas nahuas se hayan reconocido como de la misma altura que las preguntas que se han hecho “otros que vivieron en tiempos y lugares muy diferentes y que son considerados como filósofos”. En palabras del erudito:
Leí dos libros del padre Garibay: (…) Épica náhuatl y (…) Poesía indígena de la Altiplanicie. Yo había leído a los presocráticos, los textos griegos de Heráclito, de Parménides. Y que voy viendo que dice Nezahualcóyotl, que dice Tecayehuatzin: “¿Podemos decir acaso palabras verdaderas?” “¿Que podemos nosotros dar un rumbo a nuestro corazón?” “¿Podemos saber algo del creador de la vida?” “¿O todo es como un sueño?”
El tratamiento mediático que han recibido respectivamente ambas figuras tras su deceso pone en evidencia un desequilibrio alarmante. Del príncipe de la canción se habla en permanencia. Los miembros de su familia se vuelven tendencia en las redes sociales (entre palabras amables y mentadas de madre, como cada vez es más usual en dichas redes). Desde el 28 de septiembre hay prácticamente a diario emisiones especiales sobre el talentosísimo intérprete, algunas con duraciones maratónicas. Muchas personas pueden ya formar redes complejísimas de informaciones especializadas sobre la carrera o la filiación del intérprete. Sin embargo, del último gran tlamatini muchos ni el nombre reconocemos.
Sin intención alguna de desmeritar lo que José José representa para México y el mundo, resulta inquietante la existencia de un desconocimiento tan generalizado de personalidades como don Miguel León-Portilla. Después de todo, ambas figuras han contribuido a reconocer la universalidad de nuestra humanidad (pensando en las palabras del cónsul Chait que hemos citado más arriba); en el caso del doctor León-Portilla, se trata de una universalidad reconocida incluso a milenios de distancia entre los nahuas, los presocráticos, San Agustín o Henri Bergson. ¿Qué podría esconderse detrás de una tal desinformación sobre personajes de la talla del filósofo, antropólogo, lingüista e historiador mexicano?
Pocas veces en la historia de la humanidad ha sido tan sencillo acceder a fuentes de información, particularmente para quienes disponemos de equipos electrónicos con conexión a internet. En efecto, según el especialista en medios Philippe Bailly, hoy en día podemos consumir información donde y cuando lo queramos. A este respecto, los anglosajones han desarrollado el término ATAWAD: any time, anywhere, any device. Pero la responsabilidad que implica la nueva autonomía del telespectador ante la cantidad inimaginable de información es muy delicada.
Imaginemos a un espectador de hace 20 años. Debido a una menor oferta de programas y canales es posible que en ciertos horarios no tuviera más opción que formar parte del auditorio de alguna emisión de noticias. Hoy en día nuestra libertad mediática nos permite pasar muchísimas horas ante una o varias pantallas al tiempo que, paradójicamente, pasan varios días, semanas (o meses…) sin que veamos o escuchemos un solo noticiero. De hecho, las muchas o pocas noticias que recibimos dependen de la configuración de nuestras redes sociales y de las búsquedas que realicemos en plataformas como YouTube. De este modo, quien demuestre un comportamiento digital de interés por informaciones nacionales y mundiales recibirá cada vez más y más fuentes de noticias. Por otro lado, quien no muestre un interés por el estado del país y del mundo se encontrará cada vez más y más desinformado, llegando incluso a niveles marginales y peligrosos.
En realidad, la desinformación es un nicho brillante para poderes económicos y políticos perversos. Por ejemplo, sabemos del aumento de las noticias falsas. Estas tienen, según especialistas como el historiador Yuval Harari, el propósito de generar reacciones emocionales potentes, precursoras de polarización. Se estaría así configurando una nueva forma de fascismo, el “fascismo digital”. Por si fuera poco, la cadena alemana Deutsche Welle ha informado sobre la manera como los algoritmos de recomendación de YouTube favorecen la difusión de contenidos extremistas y llenos de odio, pues, al ser estos videos los que reciben un mayor número de visualizaciones, el beneficio económico para la plataforma es mayor.
Las redes y plataformas digitales han dejado de ser simples medios de entretenimiento y se están convirtiendo en nuestras fuentes principales de información. Muchos de quienes poseemos aún un margen de acción sobre nuestras sociedades nos enteramos del estado del mundo únicamente mediante notificaciones de Facebook. En estas circunstancias, ¿qué esperanzas sólidas quedan en lo referente a la formación de una ciudadanía responsable?
Pero no todo está perdido. Los algoritmos que nos recomiendan contenidos en las plataformas digitales son nutridos por nuestras búsquedas. Esto quiere decir que un comportamiento de navegación responsable es, en esencia, lo único que necesitamos para evitar caer en la desinformación.
Vemos, pues, que nuestras decisiones sobre la información que decidimos adquirir son trascendentales. De nosotros depende la respuesta que daremos a algunas de las interrogantes universales que León-Portilla reconoció en la Colección de Cantares Mexicanos: “¿Qué es el humano?” “¿A dónde iremos?” “¿Aquí he venido solo a obrar en vano?” No habría tal vez mayor tragedia que terminar definiéndonos a nosotros mismos como seres que elegimos la desinformación y cuya libertad se resume en seguir a ciegas intereses mediáticos, comerciales y políticos.