Tiempo transcurrido: De cuando cayó el Templo de Tequisquiapan

Carlos Rubio

Alberto apenas podía creer que fuera verdad lo que estaba presenciando. Veía cada piedra caer y chocar contra el piso para deshacerse y volverse polvo. Primero cayó la torre que se erigía en el cielo, donde el campanario llamaba a sus fieles creyentes; luego la cúpula desapareció y por el techo entró la luz que combatió la abismal ceguera; los muros se partían en pedazos y sólo se veían los cimientos que levantaban el pequeño templo; el arco de la puerta principal perdió su forma hasta que no hubo entrada ni un lugar a dónde entrar.

Con sólo 10 años de edad, Alberto ayudaba a construir el Templo de Tequisquiapan. Por ordenes de su papá, el niño iba todos los días a ayudar en lo que su estatura le permitiera; apenas un metro con cuarenta y tres centímetros. No era de gran ayuda porque no podía cargar mucho peso ni tampoco alcanzar grandes alturas, pero para él era divertido sentirse útil cargando al menos un azulejo, también le gustaba patear la tierra para levantarla y convertirse en un ente imposible de ver. 

Aquel templo se levantó por partes, no había dinero suficiente para terminarlo rápido y mucho salía de cooperaciones de los vecinos. No fue hasta que un noble y rico general murió, y en su testamento destinó una parte de su dinero para terminar de construir en esa superficie, que no medía más que 10.40 metros de frente por 48.25 de fondo. Aún así puede que las riquezas de Rafael Villalobos no fueran suficientes porque tardó mucho tiempo en terminarse. Desde el 4 de enero de 1855 se sometieron a votación los modelos propuestos para la torre del campanario y se aprobó el que fue presentado por el señor Catarino Torres.

Cuatro años después se terminaba de construir y Alberto subía hasta lo más alto posible para jugar con las campanas y gritarles a sus amigos que desde ahí era más grande que ellos, era el más grande del mundo. Está de más contar que aquel pequeño niño de tez morena y cabello corto iba todos los domingos a misa y uno que otro día entre semana se paseaba por el templo para admirar la fineza de sus paredes mientras intentaba escalarlas. No sabía realmente para qué servía una misa, no sabía en qué consistía Dios ni el objetivo de rezar todos los días como sus papás, simplemente lo hacía, pero tenía una fijación especial con el templo porque ayudó a colocar su piedra y lo vio crecer hasta que fue inaugurado. 

A un lado del templo había grandes huertas de hortalizas donde Alberto se metía sin permiso. La calle que quedaba de frente y de larga extensión primero se llamó camino Real de Tequisquiapan y llegaba hasta el puente de La Corriente. En el piso sólo había tierra pura sobre la que nunca se había construido y abundaba el agua. 

Era un día soleado el 18 de marzo de 1859 cuando se bendijo la nueva torre con la que se concluía aquel templo; se llevaron cohetes que fueron lanzados al cielo. En un pequeño espacio, junto a todos los habitantes de la Villa de Tequisquiapan, estaba Alberto, admirando lo espectacular que lucía ese pequeño evento, pero era lo más grande que había visto en toda su vida. Todo siguió en son de una celebración en la que festejaron todos. 

Muchos años después, con algunas modernizaciones, se le cambió el nombre a la calle Real de Tequisquiapan por avenida Carlos Díez Gutiérrez, porque así se llamaba el gobernador de San Luis Potosí que estaba en ese entonces. Se colocó un tranvía jalado por mulas que te podía llevar hasta la calle de La Corriente. La amplitud de la calle daba espacio para que también transitaran carruajes a los lados. Se derrumbaron fincas y casas pequeñas para poder construir una gran avenida que estuviera encaminada hacia el futuro.

Alberto vivía en unas casas más lejanas atrás del templo; caminando por una calle que pasaba justo al lado, podía llegar fácilmente. Iba a casi todas las bodas y bautizos que se realizaban; prácticamente todos se conocían por lo pequeño del lugar. Lo que más le agradaba era ir a las fiestas que se hacían después y comer gratis sin parar. Era muy chico todavía, pero entre sus deseos ya estaba el casarse algún día sólo para hacer una fiesta e invitar a todos a comer. Agradable muchacho con una vida tranquila y común, que sólo rompía su monotonía cuando se acercaba a la iglesia para admirar por un corto rato su interior; le llamaba una especial atención el nicho central donde se encontraba colocada una pequeña escultura de la Virgen de los Remedios y la escultura de tamaño natural de San José con un niño, que estaba sobre una repisa. Era como si fuera a visitarlos; un saludo y salía corriendo, pero no iba muy noche porque tenía la extraña y tal vez acertada creencia de que se moverían. 

Alberto creció y cuando cumplió 26 años se casó en el mismo templo que él construyó. Recordaba exactamente las piedras que ayudó a cargar y donde las puso, en un lugar muy bajo, claro está; esa era una de sus anécdotas favoritas para contar. Luego tuvo dos hijos que bautizó ahí mismo. Tanto tiempo había pasado y el muchacho seguía sin entender las razones por las que tenía que ir a misa y casarse, pero de igual forma lo hizo porque todos lo hacían. Era mal visto que no se persignara frente a la iglesia, adentro de la iglesia, cuando empezaba a rezar, al terminar de rezar, cuando se despertaba, antes de irse a dormir, cuando necesitaba algo y casi para todo tenía que persignarse, y aunque a veces le aburría, era más fácil realizarlo que cuestionarlo. 

Era mucho el amor de Alberto por la Villa de Tequisquiapan, el lugar donde nació, pero de a poco fue perdiendo el poco brillo que tenía y nada pudo hacer. Las huertas fueron confiscadas luego de la guerra de Reforma y la ubicación de la iglesia comenzó a incomodar porque se creía que sólo estorbaba en la gran avenida que se estaba formando. Ignacio Montes de Oca fue designado como obispo de San Luis Potosí y tenía entre sus planes rescatar el espacio para embellecerlo, aunque de un simple plan no pasó. La iglesia al final de la avenida Díez Gutiérrez cada vez se volvía más pequeña, mientras todo en su entorno crecía. 

Alberto tendría alrededor de 60 años, un hijo muerto y el otro desparecido, la avenida Díez Gutiérrez cambió de nombre a Centenario y llegaron las tropas constitucionalistas a San Luis, luego de derrocar a Porfirio Díaz y estar en medio de una guerra contra Victoriano Huerta. Los militares y políticos mexicanos Eulalio Gutiérrez y Pablo González tomaron la ciudad como parte del ejercito de Venustiano Carranza. En San Luis ya estaban combatiendo los famosos hermanos Cedillo de Ciudad del Maíz: Saturnino, Cleofás y Magdaleno, que pelearon a favor de Madero y luego en contra de Madero, y pelearon a favor de Carranza y luego en contra de Carranza. 

Eulalio fue designado gobernador de San Luis Potosí y se centró en la urbanización que necesitaba la ciudad. Una de sus primeras ideas fue demoler el Templo de Tequisquiapan, junto a las piedras que Alberto colocó con orgullo hace más de cincuenta años. Aunque la gente que aún vivía en los alrededores de la iglesia se negó, poco pudieron hacer ante la fuerza militar de los cañones que apuntaban hacia el templo. 

En septiembre de 1914 se inició la demolición del Templo de Tequisquiapan, el cual era el único impedimento para que el Centro de la ciudad se conectara hasta Morales. Ni el obispo de San Luis pudo detener tremenda catástrofe para la iglesia católica. Los habitantes simplemente se sentaron a ver cómo su templo iba cayendo por partes. 

Alberto apenas podía creer que fuera verdad lo que estaba presenciando. Veía cada piedra caer y chocar contra el piso para deshacerse y volverse polvo. Primero cayó la torre que se erigía en el cielo, donde el campanario llamaba a sus fieles creyentes; luego la cúpula desapareció y por el techo entró la luz que combatió la abismal ceguera; los muros se partían en pedazos y sólo se veían los cimientos que levantaban el pequeño templo; el arco de la puerta principal perdió su forma hasta que no hubo entrada ni un lugar a dónde entrar.

El lugar entre el que se había formado aquella Villa de Tequisquiapan había caído y no hubo símbolo que lo lograra unir de nuevo, así que la poca gente que quedaba del original recinto, se dispersó por las crecientes calles de la ciudad. 

Cuando se terminó de demoler el templo, Alberto se sentó en el centro de sus cimientos y no quería moverse. No estaba triste, al fin y al cabo, la iglesia nunca había tenido significado para él, pero sentía como si tuviera 10 años otra vez y alguien hubiera destruido el castillo de madera que había construido. 

Luego llamarían a esa calle avenida Venustiano Carranza. 

 

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