Sembrar el arte, cosechar la compasión. Fernando Betancourt, una vida de diligencia cultural

La felicidad, si es que existe, está en que el ser humano haga lo que le gusta. Ahí puedes ser feliz siempre. Fernando Betancourt
Fotografía de Mariana de Pablos

Mariana de Pablos

“Era octubre de 1969. Nos preparábamos para presentar en el Teatro Alarcón la obra Crónica de un dos de octubre para conmemorar un año de la matanza en Tlatelolco, cuando me mandó llamar el gobernador del estado, que en ese entonces era Antonio Rocha Cordero.

A las ocho de la mañana tocaron en mi casa, salió mi mamá.

—¿Aquí vive Fernando Betancourt? —yo tenía 18 años, al escuchar mi nombre respondí:

—Sí, dígame.

—El gobernador lo cita a las nueve de la mañana, lo espera en el Palacio de Gobierno.

Llegué a las nueve en punto, me pasaron a su oficina y ahí estaba él. Me veía muy serio cuando me dijo:

—No, Fernando, fíjate que no puedes presentar la obra porque tenemos órdenes expresas del presidente de la República de que no se recuerde esa fecha.

A ello respondí inmediatamente: 

—Pero vivimos en un país libre —respondí molesto y continué—: pues me voy a presentar en la calle.

–No, Fernando, porque te viene el ejército.

–¡Entonces en mi casa!

–No, porque ahí vienen los agentes judiciales.

Me cerró todas las puertas. Indignado e inconsciente del peligro que entrañaba hacer estas manifestaciones, me salí dando un portazo. Cuando llegué al Teatro Alarcón ya lo habían cerrado.

El día de la obra, una hora antes de la función, a las seis de la tarde, decidimos reunirnos para decirle a la gente, poca o mucha que se hubiera reunido, que se había suspendido la obra. A esa hora también llegaron dos camiones del ejército y taparon la calle de Abasolo. Recuerdo a los soldados con bayonetas, atentos, observando nuestro actuar. Nos aventamos un pequeño mitin dando el anuncio y eso fue todo, no nos hicieron nada. Pero no dejo de pensar que si hubiera sido un gobierno como el de Guerrero ahí mismo nos desaparecen y nos matan”.

No hay que ser un gran observador para notarlo: a Fernando Betancourt le palpitan con fuerza las venas de la revolución. Teatrero de oficio, actor en alrededor de dos mil funciones, director de más de 70 puestas en escena, gestor de más de 500 actividades culturales y creador de varios centros culturales. Fundador, junto a su hermano Ignacio Betancourt y Mario Enrique Martínez, del Grupo de Teatro Zopilote que dirigió por tres décadas.

Presente en las luchas y los movimientos sociales de la población desde la década de los sesenta a través de un teatro incendiario, rebelde, anárquico y también didáctico, libre de todo formato preestablecido.

Es más que un artista; se trata de un espíritu ferviente de justicia, ansioso por construir ese México que permanece oculto y silenciado bajo los ecos de la corrupción, la desigualdad y la injusticia. Su rebeldía frente a estos abusos y su presencia incansable junto a quienes sufren los estragos de un México ajeno no solo lo caracterizan, sino que revelan el criterio y juicio con el da cada paso de su existir.

Su trayectoria lo revela, para Fernando la fotografía, la literatura, el teatro —por supuesto—, la música y toda forma de expresión artística no debe ser relegada a un tercer plano, y mucho menos ser considerada un lujo, pues el arte no solo está en todas partes —las calles, los barrios, las plazas—, sino que está presente en todas nuestras luchas. Solo al considerarlo esencial y no complementario existe la posibilidad de que nuestra propia sensibilidad pueda salvarnos: salvarnos de la inconciencia, la monotonía, la mera supervivencia. Para él, la cultura es alimento para el alma, esa que necesitamos tanto como un cuerpo físico y material.

Sus encuentros con la represión y la censura solo sirvieron para avivar la llama del cuestionamiento y el fervor por la transformación. Los evoca como si hubieran sucedido ayer, así como recuerda, de principio a fin, sus 56 años como teatrero, gestor y promotor cultural. Los cuales reseña desde el sillón de la biblioteca de su casa-museo (museo-casa): una madriguera colorida, un nido de artista, un espacio en el que se respira la propia y natural fragancia del arte. Su colección interminable de fotografías, caricaturas políticas, figuras de diablos y muertes, libros, posters y muchos otros objetos que cuelgan desde el techo y trepan por las paredes hasta no dejar ni un solo espacio o recoveco en blanco, acompañan su voz, en la cual es posible detectar un dejo de entusiasmo por contar su historia.

Resulta difícil seguirle la pista a una persona como Fernando Betancourt, cuya trayectoria ha sido, sobre todo, rica y abundante. De ahí que valga la pena advertir al lector que el recuento de actividades que se hace aquí aborda tan solo una pequeña parte de la totalidad de experiencias que conforman la vida y obra de Fernando Betancourt.

Se trata de un personaje que deja a su paso un reguero de semillas de donde florecen las más bellas expresiones de arte y cultura de las que el ser humano se pueda preciar. Fernando es un rebelde; un espíritu inquieto que incluso desde el más allá va a encontrar la forma de organizar un concurso de máscaras entre los muertos.

Fernando Betancourt actuando el monólogo El desocupado de Ignacio Betancourt

¿Quién es Fernando Betancourt?

Empecemos por el principio.

Fernando Betancourt Robles nació en el año de 1949 en San Luis Potosí, en el Barrio de San Sebastián. Es aquí, durante sus primeros años de infancia, donde se fogueó por primera vez con las bondades del arte y el espectáculo.

Recuerda las fiestas patronales que se celebraban en el barrio durante el mes de enero, cuyos desfiles hasta la parroquia llenos de música y danzantes lo seducían por completo, no solo por los vivos colores y el simbolismo del ritual, sino por un personaje en especial: El loco de la danza, un hombrecillo ágil con máscara de diablo cubierto con pieles de animales que, cargando en una mano su chicote y en la otra una muñeca sin ojos, brincaba y bailaba, confundiéndose entre los peregrinos y organizando la diversión.

Cuando tenía siete años, junto a su hermano Ignacio, empezó a hacer teatro en su casa, “así con pequeñas obritas que inventábamos o cantábamos o bailábamos”.

De igual forma, recuerda su niñez pintada de cultura gracias a su padre, quien trabajaba en el Teatro de la Paz y solía llevarlos a disfrutar en familia una amplia cantidad de eventos de teatro, danza y música.

La vena artística les vino natural a Fernando y a su hermano Ignacio —ensayista, narrador, dramaturgo y poeta—, pues del lado de su padre tiene parientes cirqueros: un tío que se desempeñaba como payaso musical tocando el botellófono; y los primos Esqueda Betancourt, mejor conocidos como “las águilas del trapecio”.

Los hermanos Betancourt

A la edad de 15 años, durante el periodo vacacional escolar de los años 19641967, comenzó sus estudios de dirección y actuación teatral en Guadalajara bajo la guía del maestro Ernesto Pruneda, discípulo de Seki Sano, mejor conocido como “el padre del teatro en México”.

En su último año de estudios, en 1967, fundó el Grupo de Teatro Experimental Independiente, conocido posteriormente en 1971 como Asociación de Ideas y, finalmente, a principios de 1974, se convierte en el Grupo Zopilote.

“El grupo lo conformé estando en la prepa, el Teatro Experimental Independiente. En el 67 pedí permiso aquí en el Alarcón y ahí empezamos a hacer teatro. Hoy tengo 74 años de edad y 56 años haciendo teatro y promoción cultural”.

No es posible hablar de un personaje como Fernando Betancourt sin hablar aquí de Zopilote, que más allá de un grupo de jóvenes teatreros con corazón por la lucha social, ha llegado incluso a ser considerado por muchos una institución cultural.

Fundadores del Teatro Zopilote: Ignacio y Fernando Betancourt con Mario Martínez (1948-2006)

Los Zopilotes sobrevolando la carroña de la vida nacional

Inicialmente (1967-1970) el grupo realizó la puesta en escena de clásicos como Shakespeare, Marceau y Copí; adaptaciones de Ionesco, Brecht y Picabia, así como la presentación de obras de Anton Chejov, Emilio Carballido, Manuel José Othón, Eliseo Quiñones y del propio Ignacio Betancourt en escenarios de suelo potosino y otras latitudes de la República como Zacatecas, Ciudad de México, Aguascalientes y Puebla.

Así como en eventos de talla nacional, vale la pena mencionar el Concurso Regional de Teatro en la ciudad de Zacatecas (1968), donde Fernando recibió el premio a mejor director y actor con las obras Filantropofagia de Ignacio Betancourt y Sobre el daño que hace el tabaco de Anton Chejov, respectivamente; el Concurso Regional de Teatro Experimental dentro del marco de la XIX Olimpiada Cultural en Guadalajara (1968), recibiendo mención honorífica; y el Concurso Estatal de Teatro con la obra La excepción y la regla de Bertolt Brecht donde obtuvieron el primer lugar.

Teatro Zopilote actuando en la Facultas de Ciencias Políticas de la UNAM, 1974

“Desde muy chicos, desde el 67, nos interesamos por lo que pasaba en México y eso fue conformando nuestro criterio para nuestra actividad teatral”, cuenta Fernando sobre el perfil del Grupo Zopilote. Sin embargo, debido a la censura de la cual fueron objeto por parte de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP) en septiembre de 1968, marcó un antes y un después en su andar político, cultural y artístico.

“Se trataba de una obra de Juan Miguel de Mora de carácter social titulada ‘Acto de amor, en la cual abordaba lo que estaba sucediendo con el movimiento estudiantil, que empezó en julio y del que no se escuchaba nada por acá, pero para entonces ya había un montón de muertos y desaparecidos. Pudimos llevar a cabo dos funciones el 9 y 10 de septiembre. La primera, en el Centro Universitario de Arte, la segunda en el Auditorio de la Escuela de Leyes. Ese día [el 10 de septiembre], el rector me mandó llamar urgentemente y nos cancelaron la función.

Eso nos dio la pauta para saber por dónde iba el camino. Nos empezamos a interesar por hacer teatro social, teatro que le interesa a la comunidad, a la gente común y corriente de la calle, de las colonias populares y ahí empezamos a hacer el trabajo”.

Arriba de izquierda a derecha: Conny, Isac y Mario. Abajo: Ignacio, Fernando y Mónica.

Es a partir de los años setenta que el grupo empieza a formarse una personalidad y un estilo al optar principalmente por el montaje de obras escritas dentro del propio conjunto. Se alejan de la exclusividad del teatro de sala, y optan por la sencillez de un lenguaje cercano a las capas de la población, sin que ello signifique desviarse por el camino de simplismo. Confluyen sin problema en dos esferas: lo mismo se presentan en las calles, las plazas y los barrios que bajo el telón, pues la motivación es la misma, sensibilizar al público y acercarlo a los problemas sociales locales y nacionales desde una mirada crítica.

El teatro de Zopilote, señalan sus integrantes en entrevista para La Jornada (1987), “se tiñe de una decidida preocupación social y política, con contenidos críticos a las estructuras sociales: la familia, la forma de gobernar, los problemas obreros y campesinos, los tabúes sexuales”.

Teatro que se ancla y responde a la realidad que viven. Teatro que traslada su actuar político sobre los escenarios a las luchas sociales, a los estragos de la injusticia, a los movimientos de exigencia por un México más justo.

Su participación en el Partido Comunista y en las luchas sindicales de los setenta; su adherencia al Centro Libre de Experimentación Teatral y Artística (CLETA); su presencia en el movimiento de vecinos y damnificados del terremoto del 1985 en la Ciudad de México y en movimiento el zapatista del 94, por mencionar algunos, dejan ver no solo este compromiso político y social de Grupo Zopilote y particularmente de Fernando Betancourt, sino también su capacidad para generar en la población un profundo sentido de comunidad.

El caso más claro de esto fue la creación de la Comisión Cultural de la Unión de Vecinos y Damnificados 19 de Septiembre (UvyD-19) de la colonia Roma.

Se trató de “una de las experiencias culturales independientes más propositivas y vitales de las que se tenga memoria en la Ciudad de México dentro de la movilización social surgida de los sismos de 1985”, así lo señaló en 2005, Arturo García, periodista de La Jornada. La Comisión Cultural, integrada por miembros de Zopilote, fue en palabras de Fernando, “una respuesta de vida ante la desgracia”.

Se llevó al arte a los rincones de la destrucción: se proyectaban películas entre las ruinas; se cerraban las calles para instalar un foro para cantar o bailar. Llevando a cabo, al término de sus 10 años de existencia, mil 700 eventos y actividades culturales. Además, de acuerdo con Fernando Betancourt, para las primeras semanas de noviembre de 1985 ya se habían sentado las bases de lo que hoy son la Escuela Popular de Arte Nahui Ollin y la Galería Frida Kahlo.

Fernando también recuerda aquella ocasión en 1976 cuando, durante una marcha de los trabajadores de una fábrica de muebles del municipio de Delicias, Chihuahua, los temibles rurales (la policía estatal) que apuntaban amenazantes con sus ametralladoras al contingente de 200 personas que admiraba la actuación de Fernando —quien interpretaba el monólogo El desocupado de Ignacio Betancourt— depuso las armas al terminar la presentación y se mezcló con la gente.

“Fue una cosa mágica. Y ahí se reafirmó mi creencia de que el arte, el teatro en particular, es un vehículo de unión, de concientización”.

Los zopilotes cumplen con una función muy importante: limpian la podredumbre de los campos, impidiendo así que se acumule la contaminación y los desechos. Tal como en la naturaleza, el trabajo de denuncia, crítica y cuestionamiento a la norma que hacen estos jóvenes tiene el fin de erigirse como necesario, pero sobre todo, de limpiar la atmósfera cultural donde se presentan. Solo frente a un campo limpio es que entonces puede surgir la alternativa.

Una vida por la cultura y el arte

El de Fernando es un caso digno de ser admirado. El teatro, aunado a su acercamiento con algunas de las problemáticas sociales más enraizadas en el corazón de la población mexicana, derivó en una transformación completa de su percepción sobre la vida: la vivienda, el alimento, además de las cuestiones políticas y económicas, son necesarias para el crecimiento de los ciudadanos, pero el arte y la cultura son vitales para su desarrollo integral. 

Es esta certidumbre la que lo ha acompañado durante sus 56 años de trabajo como gestor y promotor cultural. Su inmensa labor —que al día de hoy lo posiciona como un referente esencial en el quehacer cultural— transita de igual forma entre el ámbito público y el independiente, este último usualmente escaso en recursos materiales, pero rico en calidad.

Pero si una característica ha de resaltar sobre todas las demás es que su trabajo responde a una necesidad básica de todo ser vivo: la de expresarse.

Portada del libro Teatro Zopilote 1967-1997, diseñado por Esteban Maldonado

La vocación de enseñanza y dirección le viene natural, así como también su simpatía por los marginados, los excluidos, y la necesidad de acercar hasta ellos las posibilidades y las bondades del arte, especialmente del teatro.

Cabe rememorar aquí la creación del Taller de Expresión (Literatura, Música, Artes Plásticas, Bordado y Teatro) en el Hospital Psiquiátrico “Vicente Chicoseín”, y del grupo de teatro en la Escuela de Invidentes “Emidgio M. Belloc”, ambos en nacidos en 1971 y continuando con sus actividades hasta 1973.

También vale la pena mencionar la constancia del Grupo de Teatro Experimental Independiente (después Zopilote) en la penitenciaria del estado, a la que año con año, desde 1968 y hasta 1990, asistieron para dar una función.

Los niños son otro eje rector de su andar cultural; alejados de las preocupaciones más mundanas, inocentes, sin temor a sincerarse con sus emociones, son terreno fértil para el quehacer teatral. Es a ellos, que todavía no conocen de juicios ni malas intenciones y que tienen la increíble capacidad de absorber el conocimiento como si de una esponja se tratase, a quienes hay que introducirlos a la literatura, la música, la danza, la pintura y toda forma de expresión artística por la que su alma llame.

De lo anterior que, en 1971, a iniciativa de Fernando Betancourt, se creó el grupo de Teatro Infantil de la Casa de la Cultura. Más adelante, entre 1971 y 2001, fundó los premios estatales Infantiles de Cuento, de Pintura, de Piano y de Violín, los cuales continúan activos hasta la fecha.

Sin embargo, no fue hasta 2006 que logró cumplir su sueño dorado: la creación del Primer Encuentro Nacional de Grupos Infantiles de Teatro, celebrado en San Luis Potosí, organizado por la Secretaría de Cultura de San Luis Potosí y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), donde fundió como coordinador general del evento.

Estos por mencionar algunos, pero su labor de acercamiento de la cultura a niños y jóvenes es mucho más amplia.

En cuanto a su legado bibliográfico, en 2004 Fernando fue editor del libro Teatro Zopilote 1967-1997, 30 años. En 2015 participó como coordinador del libro Sembrar la Ciudad. A treinta años de la Comisión Cultural de la UvyD, editado por Tintable y el Conaculta. En 2018 coordinó la edición del libro Memoria en pie 1968-2018 50 años de resistencia artística, critica, independiente y popular.

Fotografía de Mariana de Pablos

En lo que concierne a su labor cultural dentro del ámbito público-institucional, que duró 15 años, también destacan su compromiso y deber con el arte y la cultura.

Su carrera comenzó en 1998 cuando fue nombrado director de Apoyo a la Creación Artística del Instituto de Cultura de San Luis Potosí. De este periodo recuerda el surgimiento de amistades y complicidades en el quehacer cultural con personajes como: Eudoro Fonseca, Salvador Castro, Carlos Undiano, Jorge Martínez Zapata, José Miramontes, Armando Herrera, Claudia Rocha, Claudia Vega, Jesús Ramos, entre otros.

En 2002 y hasta 2008 fue el director del Museo de las Revoluciones “Mariano Jiménez” donde, para el término de su periodo, llevó a cabo un total de 374 actividades.

En 2005 comenzaron los trabajos de construcción y remodelación de la penitenciaria del estado para convertirse en lo que hoy se conoce como el Centro de las Artes, en el cual, desde su salida del Museo de las Revoluciones “Mariano Jiménez” y hasta 2008, fungió como director académico.

Sus 56 años de actividad interrumpida hablan por sí mismos. Su amor por el arte mexicano y la entrega con la que se ha dedicado a su difusión se han visto fielmente representados en un andar cultural apasionado, entusiasta, devoto. La intención y el propósito que Fernando le ha dado a su vida son claros: infiltrar en cada rincón, cada habitación, cada plaza y cada corazón el colorido espíritu de la conciencia artística.

Entre el cornudos y huesudas, un coleccionista ávido

Otra de las facetas de Fernando Betancourt que es digna de mencionar es la de su afán coleccionista. Se trata de un hábito ya bien conformado, imposible de ser contenido o aprisionado dentro de una caja empolvada. Muy por el contrario, se expresa libremente como un río que fluye desde el suelo hasta trepar por las paredes y colgar en los techos.

Fotografía de Mariana de Pablos

En la que hoy es su hogar-guarida zopilote, lucen con libertad una serie de objetos de la más inmensa variedad, desde una miniatura de Charles Chaplin hasta una figura rojiza y cornuda de dos metros de altura con cuya sonrisa diabólica e irreverente da la bienvenida a los invitados.

Si bien la gran diversidad de objetos expuestos que van desde máscaras, fotografías, figuras de colección, dibujos, libros, juguetes mexicanos, posters, caricaturas políticas, entre muchos otros más, podrían hacer sentir perdido a cualquiera en la inmensidad creativa de un artista.

La realidad es que al hacer un ejercicio de observación del objeto y el coleccionista, se puede llegar a la conclusión de que toda su colección, por muy diversa que sea, tiene en común una característica especial: revela la esencia particular de Fernando Betancourt.

Fotografía de Mariana de Pablos

Su colección de diablos y muertes predominan por sobre todo lo demás. Tiene todo un salón dedicado solo para ellos dos.

“Yo reivindico al diablo mexicano, no al judeocristiano. Estos diablos son agradables, es el diablo mexicano de las fiestas tradicionales”.

Hay figuras representativas de diversas formas, colores y tamaños, sin embargo, las máscaras son la forma predominante de ambos seres de ultratumba. Tanto aquellas que le darían un buen susto a cualquier niño, como las más amigables e incluso cómicas forman parte de su amplia colección de máscaras provenientes de diferentes estados de la República.

Su gusto y afición por las máscaras viene de la mano con su pasión por el teatro, pues como bien ha señalado, “la máscara solo es muda en los museos y en colecciones como la mía”, no obstante, tienen la capacidad de cobrar vida a través de la actuación y la gestualidad corporal.

Fotografía de Mariana de Pablos

No son solo las máscaras las que han logrado seducir a Fernando. Así como estas, su variada y colorida colección de juguetes tradicionales mexicanos y de cartonería han sido expuestas en las salas del Museo Nacional de la Máscara, el Museo Nacional del Ferrocarril “Jesús García Corona”, y el Centro de Difusión Cultural del Instituto de Bellas Artes de San Luis Potosí; así como el Museo Morelense de Arte Popular, en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, por mencionar algunos.

Su afán coleccionista desarrollado a lo largo de los años ha sido un viaje de recuerdos, de amistades, de momentos de la infancia, la juventud y la adultez. Fernando conoce el nombre y el autor de cada una de las expresiones artísticas que pintan su casa; se sabe la historia particular de cada uno y recuerda perfectamente cómo llegó a sus manos. Volviéndose así prueba viva de que la memoria del corazón es eterna.

Madura independencia: jugando al Cuco Machorro

“Así decíamos de niños en el barrio de San Sebastián: ¡ahí viene el cuco machorro! Y todos corríamos. El cuco machorro era, por supuesto, el diablo”.

¿Quién iba a decir que el cuco adquiriría un papel tan importante en la vida de Fernando?, ¿cómo podría haberse alguien imaginado que, entre juego y juego, al final, se convertiría en esa presencia constante que acompañaría a Fernando en todas sus actividades?

El cuco alcanzó a Fernando y llegó para quedarse. Se instaló en su hombro como una criatura lúdica que invita a la transgresión de las normas; como una vocecilla al oído que le dice (y nos dice):

“Dice que es bueno ir contra los convencionalismos institucionalizados del poder; que pese a la condición trágica del ser humano también estamos en esta tierra para el gozo y la rebeldía, y no solo para el sometimiento y la falta de imaginación”.

La labor cultural de Fernando Betancourt continúa activa hasta el día de hoy y no planea concluirla pronto. Tal como él mismo lo ha expresado: “esto no termina hasta el día de mi muerte”.

De ahí que, para no ver su actividad cultural sujeta a nada ni nadie más que a él mismo, fundó en 2009 el Centro Cultural El Cuco Machorro, cuyo objetivo es el rescate y difusión, particularmente en San Luis Potosí, del arte popular mexicano en todas sus manifestaciones.

“Es un centro cultural que está en mi casa. Yo desde aquí organizo cosas. He ofrecido todo mi acervo a quien lo necesite”.

A su casa han arribado artistas de teatro, danza, música y literatura, a quienes no solo invita a leer y sumergirse en la maravilla de su guarida, sino que también les ofrece un techo y un lugar en la mesa en caso de necesitarlo.

Fotografía de Mariana de Pablos

Desde su nacimiento y hasta la fecha ha tenido una intensa actividad cultural con eventos como presentaciones de libros y documentales, conferencias, recitales de música y literatura, etc., en la mayoría de los casos llevados a cabo en coordinación con centros como el Museo Nacional de la Máscara, la Cineteca Alameda, El Centro Cultural Tenexcalco de Santa Fe Texacal, diversas facultades de la UASLP, la Librería Gandhi, entre muchos otros más.

La labor no termina. El rol de Fernando como difusor y promotor cultural prevalece sobre las fuerzas antagonistas del poder institucional: la represión, el silenciamiento, la veta de recintos que se autoproclaman de libertad de expresión ha encontrado a su más grande adversario en las calles, en los barrios, en la solidaridad de la gente, en la creatividad y en los parcos límites de la imaginación de un artista.

Fernando sigue haciendo un reguero de semillas por donde pasa para que de ahí broten la sensibilidad y la compasión perdidas ante los largos periodos de dolor y sufrimiento que recrudecen al alma y la habitúan al frío.

Por muy paradójica que resulte la imagen de un Fernando Betancourt con cuernos de diablo caminando y brincando afablemente entre los zopilotes, la realidad es que esa ha sido su labor por 56 años: repoblar los áridos campos de la indiferencia con el colorido espíritu de la vida y el arte.

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