Tiempo transcurrido: Carta

Carlos Rubio

David despertó de un pesado sueño el miércoles 7 de agosto de 1985 a las 6:13 de la mañana. La soñó a ella, a su madre que acababa de fallecer apenas diez horas antes mientras estaba acostada en la sala de su casa sobre el sillón, apoyando su cabeza en el regazo de su padre. Después de luchar durante casi cuatro años contra una extraña enfermedad que atacaba sus pulmones, Lucía se quedó dormida y dejó de respirar. David estaba en su habitación y escuchó un leve grito de su padre que lo llamaba. Al enterarse, el muchacho de 15 años rompió en llanto y se desvaneció por unos minutos. Ambos se quedaron abrazando a la mujer de su vida durante al menos media hora, hasta que se dieron cuenta de que sólo se aferraban a un cuerpo que ya se encontraba vacío, pues la esencia de Lucía ya se había ido. Su padre envió a David a dormir, pero este se negaba, no concebía estar encerrado en su cuarto mientras su madre era llevada inconsciente a un lugar desconocido, quería ser parte de la situación, aunque sinceramente él no quería estar solo.

—A ti te toca hacer otra cosa— escuchó David decir a su padre, mientras caminaba furioso, triste y desolado a su cuarto y se encerraba.

—¿A qué se refiere?— pensó el muchacho antes de tirarse en su cama y dejar caer unas lagrimas más mientras sollozaba. Era impensable para él perder a su madre, aunque su papá ya le había anticipado que ocurriría en algún pronto momento, pero siempre creyó que faltaría un poco más para ese día.

Lucía no era tan joven, pero su edad tampoco era avanzada, apenas tenía 41 años que había cumplido hace tres meses y los había celebrado con sus padres y hermanos; fue su último cumpleaños y curiosamente todos asistieron, viajaron de estados muy lejanos para ir a verla, quizá porque todos sabían que la salud de Lucía empeoraba todos los días e inconscientemente imaginaron la posibilidad de que no hubiera más festejos para ella, lo cual acertaron.

Era una agradable mujer que podía hacer sonreír hasta a la más amargada persona de la ciudad, no por su belleza sino porque de ella radiaba una sensación de paz y tranquilidad que impregnaba por todos los lugares por los que paseaba. No tenía un atuendo favorito para vestir, pero siempre llevaba puesto un collar de oro con la figura de un ciervo. Lucía podía hacer cualquier cosa, una característica que siempre fue sorprendente para David, porque cuando le pedía ayuda en algo, era cuestión de tiempo para que estuviera resuelto. Tenía muchas cualidades, pero la que más apreciaba ella y cualquier persona que la rodeara era su talento para escribir; manejaba a la perfección la ortografía y la gramática, pero más allá de eso, podía escribir sobre cualquier tema que se le cruzara en su cabeza o crear cantidades inimaginables de historias.

Lucía escribía sobre sus días. Le escribió a Dios acerca de su enfermedad. Contó una y otra vez en tinta y papel su anécdota con el perro que la persiguió por dos kilómetros. Enumeró en una lista del uno al 100 las razones por las que su hijo podía convertirse en astronauta. Atravesó las páginas de su libreta cuando relataba con furia sobre la vez que la despidieron de su trabajo. Describió en cinco hojas su cumpleaños 18. Hizo un libro entero sobre la calle en la que vivía. Convirtió en palabras todo lo que amaba y, así, hacer visible todo lo que sentía.

Aparte de crear historias, Lucía solía escribir cartas. Mandaba al menos tres a la semana y acostumbraba enviarlas los lunes, miércoles y viernes. Siempre comenzaba a redactarlas una noche antes, es decir, Lucía escribía los domingos, martes y jueves. Las cartas llegaban a su madre y a su padre, que vivían juntos en la misma ciudad que ella, pero aún así decidía enviarles una a cada uno. También a sus cuatro hermanos y a sus dos hermanas, que se habían mudado muchos años atrás. Ocasionalmente recordaba a amigas que había tenido hace tiempo y también les enviaba algunas palabras. Era sorprendente como siempre tenía algo que decir o contar. Nunca nadie le respondía ninguna carta, pero sí las leían y apreciaban, y con eso era suficiente para ella. También su caligrafía era envidiable, es por eso que leerla se volvía una terapia de tranquilidad.

Lunes, miércoles y viernes, Lucía iba a la Oficina de Correos, ubicada en la calle Morelos. El edificio donde se encontraba la oficina era hermoso, ya había escrito varias veces sobre aquel lugar de cantera, alargado, que se extendía de una cuadra hacia otra; rodeado de puertas y ventanas que daban paso a una iluminación perfecta durante el día e incluso permitían el paso de luz durante la noche; era tan grande que su interior estaba dividido en departamentos para las distintas áreas de correo; contaba con una fachada neoclásica de cantera y una balaustrada en el techo que recorría todo el rededor; en la entrada principal, una marquesina de fierro terminaba de embellecer semejante palacio obra del arquitecto Ignacio Escalante.

Lucía siempre se cuestionaba por qué ese lugar alguna vez fue un mercado de venta de carnes y luego se convirtió en una fábrica de cueros y pieles. —Qué bueno que lo cambiaron— siempre pensaba, nunca se hubiera imaginado estar enamorada de un lugar donde escurriera sangre de reses. Según le habían contado, se construyó entre los años 1865 y 1866, y se convirtió en Oficina de Correos desde 1906, pero aquello le importaba poco, sólo quería admirar la fachada por unos segundos y entrar a comprar su timbre postal y dejar su carta. Se producía una sensación parsimoniosa en ella cada que metía una carta en el buzón y la dejaba caer; sólo quedaba esperar una semana a que fuera entregada, o un poco más.

Llegó a comprar de todos los timbres postales que hubo durante el tiempo que envió cartas. Compró sellos con imágenes de Oaxaca, Chiapas, Guerrero, con distintos tipos de grabados y podían ir desde los 20 centavos hasta los cinco pesos. Luego cambiaron la serie por una un poco extraña acerca de los productos que México exportaba como tequila, cobre, algodón, miel, minerales, zapatos, café, carne y hierro, entre otras cosas.

Lucía tenía todo lo que escribía guardado en un buró al lado de su cama. Había centenares de hojas bien ordenadas y cuidadas, que quizá nunca verían la luz. La mayoría de sus historias se las quedaba para ella, algunas las compartía con su familia y amigos, pero todas tenían como destino su viejo mueble de madera, donde también guardaba varios timbres postales que nunca pensaba utilizar.

David logró dormir por unas seis horas, pero despertó del golpe después de haber soñado a su madre por un breve momento. Prendió la luz de su cuarto y volteó a ver su reloj, apenas eran las 6:13 de la mañana y el segundero se movía más lento de lo normal. No sabía nada de su padre que había salido de la casa desde hace muchas horas luego de mandarlo a dormir. Su corazón se encontraba latiendo rápidamente y no encontraba tranquilidad en ningún pensamiento, simplemente recordaba que no podría volver a leer historias nuevas creadas por su madre. Eso le dolía, sobre todo porque comenzó a pensar que no apreció realmente sus palabras como debió de hacerlo.

Se tiró en su cama y se quedó viendo el techo por 40 minutos, solo, en silencio y con la luz encendida, esperando que el mundo moviera alguna pieza para poder reaccionar. Como no ocurría nada se levantó y fue a buscar algo de desayunar, supuso que debía estar listo porque en cualquier momento entraría su padre por la puerta para llevárselo al velorio de su madre, pero ¿cómo se está listo para un velorio? Fue la pregunta que invadió su mente por un rato.

—Mejor no voy, no quiero verla— se dijo a sí mismo.

Daban ya las 7:30 y David seguía cuestionando la vida sentado en una silla del comedor. Un instante después recordó lo que había soñado, aunque aún de forma dispersa. En su sueño su madre estaba sentada en un escalón afuera de su casa, lo estaba esperando. Él caminaba desde muy lejos, buscándola entre calle y calle. Al encontrarla, se sentaba a su lado y la abrazaba. Ninguno hacía algún esfuerzo por hablar, simplemente mantenían un silencioso momento que podría haber sido su despedida. Ella llevaba colgado su collar de ciervo y desprendía las mismas sensaciones de siempre. David hizo el primer intento por decir algo, pero se dio cuenta de que no podía hablar, por más que intentara alzar un grito, se quedaba en un vacío. Ella lo volteaba a ver y se reía al verlo desesperado por hablar.

—Mejor deberías intentar escribirlo, hijo, pero que sea después; ahora hazme un favor, lleva una carta a la Oficina de Correos y envíala, está guardada en mi cuarto. Tiene la fecha de hoy. Puedes usar uno de los timbres que guardo por ahí para que no gastes de tu dinero. Y que no se te olvide ayudarle a tu papá con la casa.

Y Lucía se desvaneció.

Luego de recordar, David se encontraba atónito y sus ojos se llenaron una vez más de lágrimas. Lo invadieron las ganas de volver a dormir y tener el mismo sueño una y otra vez para ver su rostro y escuchar su delicada su voz. Recordó lo que le pidió su madre en el sueño y mantuvo una actitud serena al principio, porque obviamente no lo creía. Tres minutos después se levantó corriendo a buscar en el cuarto de su madre. Primero abrió su buró donde sabía que guardaba todo lo que escribía. Nunca lo había abierto porque a Lucía no le gustaba que leyeran sus escritos sin su permiso. Desesperado, sacó todas las hojas y las esparció por la cama y el piso. Ninguna parecía una carta, además, supuso que para ser una carta debería estar en un sobre. Nada. En ninguno de los dos burós, aunque el otro era de su padre, pero buscó por si las dudas. Volteó un poco la mirada y vio el tocador café que se recargaba en la pared con un gran espejo encima. Abrió el primer cajón y sólo había joyas, en el siguiente había más papeles repletos de letras. En el último había una caja de zapatos. David la sacó y la abrió. En su interior había al menos veinte sobres y en todos pudo sentir que había algo adentro. Se sorprendió y al mismo tiempo una interrogante lo invadió.

—¿Y ahora cómo se cuál es?— dijo al aire.

Se quedó pensando unos segundos y luego recordó que su madre le había dicho que llevaba la fecha de hoy, así que buscó: miércoles 7 de agosto de 1985. Las veía todas, algunas tenían fechas anteriores, pero también había otras que eran para días siguientes: 9 de agosto, 12 de agosto, 14 de agosto, 16 de agosto… Hasta que la encontró. Solo vio el número siete y el mes, la tomó junto con un timbre postal y corrió a ponerse unos zapatos. Abrió la puerta, salió y al cerrarla la azotó por la adrenalina que recorría su cuerpo. Corrió a toda velocidad por dos calles, en realidad vivían bastante cerca de la Oficina de Correos. Estaba a punto de entrar cuando la punta de su zapato golpeó el pequeño escalón que rodeaba la entrada principal y se tropezó, cayendo bruscamente al piso. Soltó la carta y el timbre que llevaba en la mano y fueron a dar un par de metros lejos de él, justo a los pies de un trabajador de la oficina postal, quien los levantó. Fue un golpe fuerte, pero David no sintió nada en ese momento y se levantó, dirigiéndose al señor que ya lo observaba de lejos.

—Qué feo golpe, ¿estás bien?

—Casi no me pasó nada, ¿me puede dar el sobre?— en realidad, comenzaba a dolerle mucho la rodilla, pero decidió aguantarse.

—¿De verdad vas a enviar una carta a solo dos calles de aquí?

—¿Qué? ¿De qué habla?

—¿Por qué no mejor vas y la dejas tú en el buzón? Va a ser más rápido— David comenzaba a desconcertarse porque no entendía la situación.

—No le entiendo. ¿Me puede dar el sobre ya?

—Como quieras, tú eres el que gasta su dinero.

El hombre le dio la carta a David y se fue un poco enojado por la forma en la que había reaccionado el muchacho. Como seguía un poco confundido, David decidió ir a una esquina de la oficina y sentarse en el piso para retomar el aire que se le había escapado tras la caída. Echó un gran suspiro por la boca y su pulso volvió a la normalidad. Volteó la carta y vio el nombre de a quien se enviaba y la dirección:

David Martínez Torres
Emiliano Zapata #100
Centro
78000 San Luis Potosí, San Luis Potosí

Y entendió a lo que se refería el hombre que vio el sobre; tenía escrita una dirección que no estaba a más de dos cuadras de distancia. El destinatario era él y el remitente era Lucía, con la misma dirección.

Abrió el sobre y comenzó a leer.

David…

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